De todas maneras, Alexis hubiera apostado cualquier cosa a que habría acertado la clase de respuestas que Schulmann, con el ejercicio de su frenética y despiadada presión, pudo extraer de la muchacha, entre miradas a aquel reloj que llevaba, con el retrato a pluma de un viril estudiante árabe o de un agregado diplomático principiante en algún puesto de escasa importancia, aunque también cabía la posibilidad de que se tratase de un cubano, contando con dinero sobrado así como con los pertinentes paquetitos de droga, y una insólita predisposición a escuchar. Mucho después, cuando ello carecía ya de importancia, Alexis también se enteró -gracias a los servicios de seguridad suecos quienes también se sintieron interesados por la vida amorosa de Elke- que Schulmann y su sacasillas habían exhibido a altas horas de la madrugada, mientras los demás dormían, una colección de fotografías de los más probables candidatos. Y que de entre estas fotografías, Elke eligió una correspondiente a un hombre que se decía chipriota, a quien Elke había conocido con el nombre de Marius, nombre que el hombre en cuestión exigía se pronunciara a la francesa. Y Alexis también supo que Elke había firmado una declaración al efecto -«Sí, éste es el Marius con quien me acosté»- que, según Schulmann y su sacasillas dijeron a la muchacha: necesitaban para llevársela a Jerusalén. ¿Y a santo de qué?, se preguntó Alexis. ¿Para que Schulmann consiguiera que le ampliaran el plazo concedido? ¿Para conseguir crédito en la base? Alexis comprendía esas cosas. Y cuanto más pensaba en ellas, mayor era su sentimiento de afinidad con Schulmann, y su sentido de camaradería y comprensión. Alexis pensaba: tú y yo somos iguales. Luchamos, percibimos, vemos.
Alexis sentía lo anterior profundamente y con gran convicción.
La obligatoria reunión para terminar lo anterior se celebró en la sala de conferencias, bajo la presidencia del pesado silesio, con más de trescientas sillas delante, la mayoría de ellas vacías, pero con los dos grupos, el alemán y el israelita, apiñados cual dos familias en una boda, a uno y otro lado del pasillo. Los alemanes estaban reforzados con funcionarios del ministerio del interior y algunos cazadores de votos del Bundestag. Los israelitas contaban con la presencia del agregado militar de su embajada, pero varios miembros del equipo, entre ellos el flaco y pálido ayudante de Schulmann, ya se habían ido a Tel Aviv. O, por lo menos, esto dijeron sus camaradas. Los restantes se reunieron a las once de la mañana, y sólo llegar pudieron ver una mesa de comedor cubierta con un mantel, sobre la que los reveladores fragmentos de la explosión reposaban cual hallazgos arqueológicos, encontrados después de largas excavaciones, cada uno de ellos con una museística tarjetita atada, tarjetita escrita con máquina eléctrica. En un tablero, en la pared, junto a la mesa, pudieron ver las habituales fotografías horrendas, en color para mayor realismo. En la puerta, una linda muchacha que sonreía con excesivo encanto entregó a todos carpetas de plástico que contenían los antecedentes del caso. Si en vez de repartir esto la muchacha hubiera repartido caramelos o helados, Alexis no se hubiera sorprendido. Los miembros del grupo alemán charlaban entre sí y estiraban el cuello para verlo todo detenidamente, los israelitas incluidos, quienes, por su parte mantenían el mortal silencio propio de las personas para quienes perder un segundo era una tortura. Únicamente Alexis -y de ello estaba seguro- percibía y compartía la secreta angustia de los israelitas fuera cual fuese su origen.