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La llegada de Schulmann y su ayudante fue para el buen Alexis un insólito alivio del dominado frenesí de su propia investigación, y de la pesadez de tener que aguantar siempre al policía de la Silesia, al silesio, que comenzaba a comportarse antes como un sucesor que como un ayudante. Lo primero que Alexis observó con referencia a Schulmann fue que su llegada tuvo la virtud de elevar, inmediatamente, la temperatura del equipo de investigación israelita. Hasta la llegada de Schulmann, aquellos seis hombres habían tenido cierto aire de que les faltara algo. Se habían comportado con cortesía, no habían bebido alcohol, habían tendido pacientemente sus redes, y habían mantenido entre sí la cohesión propia de una unidad de lucha, con el aire oriental propio de hombres con los ojos negros. El dominio que de sí mismos tenían resultaba un tanto desalentador para aquellos que no lo compartían, y cuando, durante un rápido almuerzo en el comedor comunitario, el pesado silesio decidió gastar bromas acerca de la comida kosher, y hablar con aire de superioridad de las bellezas de la patria de los judíos, permitiéndose una referencia claramente insultante a la calidad del vino de Israel, los del equipo judío aceptaron este homenaje con una cortesía que a Alexis le constaba les costaba sangre. Y cuando el silesio prosiguió, hablando del renacimiento de la Kultur judía en Alemania, y de la astucia con que los nuevos judíos habían dominado el mercado inmobiliario en Frankfurt y en Berlin, los miembros del equipo judío siguieron callados, a pesar de que las acrobacias financieras de los judíos stettel que no habían dado respuesta a las llamadas de Israel les desagradaban, en secreto, tanto como la rudeza de sus anfitriones. Después, de repente, con la llegada de Schulmann, todo quedó clarificado o con una diferente orientación. Schulmann era el jefe que habían estado esperando. La llegada de Schulmann, procedente de Jerusalén, fue anunciada con pocas horas de anticipación, mediante una llamada telefónica, un tanto pasmada, efectuada desde el cuartel general de Colonia.

- Mandan a otro especialista que ya se encargará por sí mismo de entrar en contacto con usted.

Alexis, quien, en una reacción muy poco alemana, tenía antipatía a las personas con títulos, preguntó:

- ¿Especialista en qué?

No lo sabían. Pero, de repente, llegó Schulmann, quien, en opinión de Alexis, no era un especialista, sino un hombre de cabeza grande, activo veterano de todas las guerras habidas desde las Termópilas, de una edad comprendida entre los cuarenta y los noventa años, cuadrado, eslavo, fuerte, mucho más europeo que israelita, con ancho pecho, que caminaba a largas zancadas de luchador, y con unos modales que temían la virtud de tranquilizar a cuantos le trataban. Con él iba aquel acólito del que nadie había hecho mención. Este último quizá no fuera un Cassius, sino, antes bien, el arquetípico estudiante dostoievscano: hambriento y en lucha contra los demonios. Cuando Schulmann sonreía, en su rostro se formaban unas arrugas que parecían haber sido trazadas, a lo largo de siglos, por el paso de las aguas sobre las mismas rocas, y sus ojos casi quedaban cerrados, como los de un chino. Luego, mucho después de que Schulmann hubiera sonreído, su sacasillas también sonreía, cual si al hacerlo reconociera en la actitud de su jefe un retorcido y oculto significado. Cuando Schulmann saludaba a alguien, su brazo derecho, íntegramente, avanzaba hacia la persona saludada, en un movimiento parecido al de dar un puñetazo de abajo arriba, capaz de tumbar al saludado, en el caso de que éste no bloqueara el golpe. Pero el sacasillas mantenía los brazos caídos al costado, como si no tuviera en ellos la confianza precisa para dejarles salir solos. Cuando Schulmann hablaba, lanzaba una porción de ideas contradictorias, como un chorro de postas, y esperaba a ver cuáles de ellas daban en el blanco y cuáles le eran devueltas. A continuación sonaba la voz del sacasillas, como si cumpliera la función de un equipo de camilleros, recogiendo serenamente los muertos.

En un inglés de fuerte acento extranjero y en tono alegre, Schulmann dijo:

- Me llamo Schulmann. Es un placer conocerle, doctor Alexis. Schulmann, solamente.

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