Читаем La chica del tambor полностью

El día siguiente, llegó el golpe que Kurtz había estado esperando y que todavía no podía evitar. Fue terrible, aunque útil a sus fines. Un joven poeta israelita que visitaba la Universidad de Leyden, en Holanda, en donde iba a recibir una distinción, fue destrozado a la hora del desayuno, por una bomba en un paquete que fue entregado en el hotel en que se hospedaba, en la mañana del día en que cumplía veinticinco años. Kurtz estaba en su despacho cuando llegó la noticia, y la recibió igual que un veterano boxeador encaja un duro golpe: se tambaleó, se le cerraron los ojos durante un instante, y al cabo de pocas horas ya estaba en el despacho de Gavron, con un montón de carpetas bajo el brazo y dos versiones de su plan de operaciones en la otra mano, una de ellas para Gavron y la otra, mucho más vaga, para el comité de dirección de Gavron, integrado por nerviosos políticos y por generales ansiosos de guerras.

Lo que ocurrió entre los dos hombres no se supo, ya que tanto Kurtz como Gavron no eran hombres dados a hacer confidencias. Pero la mañana siguiente, Kurtz comenzó a actuar abiertamente, sin duda gozando de permiso para ello, con el fin de reclutar más efectivos. Para ello utilizó como intermediario al diligente Litvak, que era sabra y un funcionario del servicio desde los pies a la cabeza, capaz de moverse debidamente entre los altamente motivados jóvenes del equipo de Gavron, a los que Kurtz, personalmente, estimaba un tanto rígidos y de difícil manejo. El miembro más joven de esta familia rápidamente reunida era Oded, de veintitrés años de edad, procedente del mismo kibbutz de Litvak, y graduado, lo mismo que éste, en el prestigioso Sayeret. El mayor tenía setenta años de edad, era georgiano y se llamaba Bougaschwili, aun cuando, para abreviar, le llamaban Schwili. Schwili tenía una calva brillante y pulida y era cargado de hombros. Solía llevar pantalones de payaso, es decir muy largos en el escroto y de perneras cortas. Su raro aspecto quedaba coronado por un negro sombrero de alas vueltas que solía lucir tanto al aire libre como en lugares cerrados. Schwili había comenzado su carrera en los oficios de contrabandista y timador, profesiones en modo alguno raras en su región natal, pero hacia la mitad del camino de la vida se especializó en falsificaciones de toda índole. Llevó a cabo su mayor hazaña en la Lubianka, en donde falsificó documentos para sus compañeros de reclusión utilizando al efecto números atrasados de Pravda, cuyo papel maceró, fabricando de esta manera su propio papel virgen. Después de ser por fin liberado, Schwili había aplicado su talento al mundo de las bellas artes, tanto en concepto de falsificador como en concepto de perito, contratado por las más destacadas galerías. Aseguraba que varias veces había tenido el placer de certificar la autenticidad de cuadros por el falsificados. Kurtz amaba a Schwili, y siempre que tenía diez minutos libres, salía en su compañía y le llevaba a una heladería que se encontraba al pie de la colina, en donde le invitaba a un helado doble de caramelo, que era el helado que más gustaba a Schwili.

Kurtz también suministró a Schwili los dos ayudantes más insólitos que quepa imaginar. El primero de ellos -descubrimiento de Litvak- era un graduado de la Universidad de Londres, llamado Leon, israelita que, por razones ajenas a su voluntad, tuvo una infancia inglesa, debido a que su padre era un dirigente de kibbutz que fue enviado a Europa, como representante de una cooperativa de marketing. En Londres, Leon cogió aficiones literarias, dirigió un semanario y publicó una novela que pasó totalmente inadvertida. Los tres años de servicio militar obligatorio en Israel le dejaron en estado de tremenda depresión. Cuando fue licenciado, Leon aterrizó en Tel Aviv, en donde comenzó a trabajar en uno de esos semanarios intelectuales que nacen y mueren como las moscas. Leon terminó escribiendo él solito el semanario entero. De todas maneras, entre los jóvenes de Tel Aviv, claustrofóbicos y obsesionados con la paz, Leon experimentó un profundo despertar de su identidad en cuanto a judío y, juntamente con ello, el ardiente deseo de desembarazar a Israel de sus enemigos pasados y futuros.

Kurtz le dijo: «A partir de ahora, escribirás para mí. No tendrás muchos lectores, pero, por lo menos, tu trabajo será apreciado.»

Перейти на страницу:

Похожие книги