Читаем La chica del tambor полностью

El camerino era comunitario, pero cuando llegó el entreacto, Charlie no se dirigió a él. En cambio, se quedó junto a la puerta del escenario que daba al exterior, al aire libre, fumando y tiritando y mirando fijamente la calle de los Midlands, tratando de resolver si debía limitarse a andar y seguir andando hasta caer o ser atropellada por un coche. La estaban llamando por su nombre y oía puertas que se cerraban con violencia y pies que corrían, pero el problema parecía ser de ellos, no suyo, y por eso se lo dejaba. Sólo un sentido último -muy último- de la responsabilidad la llevó a abrir la puerta y a volver a entrar sin darse cuenta.

- Charlie, ¡por el amor de Dios!…, Charlie, ¿qué diablos…?

El telón se levantó y se encontró una vez más en escena. Sola.

Un largo, divertido monólogo, mientras Hilda se sienta al escritorio de su marido y escribe una carta a su amante: a Michel, a Joseph. Una vela encendida junto a su codo y en un minuto abriría el cajón del escritorio en busca de otra hoja de papel, para encontrar -«¡Oh, no!»- la carta de su esposo a la amante. Comenzó a escribir y estuvo en el motel de Nottingham; miró la llama de la vela y vio el rostro de Joseph brillando al otro lado de la mesa en la taberna de las afueras de Delfos. Volvió a mirar y era El Jalil, cenando con ella en la mesa de troncos de la casa de la Selva Negra. Estaba recitando su texto y, milagrosamente, no era el de Joseph, ni el de Tayeh, ni el de El Jalil, sino el de Hilda. Abrió el caaón del escritorio y metió en él una mano, falló un movimiento, sacó una página manuscrita con aire confundido, la levantó y devolvió la mirada al público. Se puso en pie y, con una expresión de creciente incredulidad, avanzó hacia la parte anterior del escenario y empezó a leer en voz alta… ¡Qué cara divertida, tan llena de ingeniosas contra rreferencias!… En un minuto, su esposo, John, entraría por la izquierda, enfundado en su batín, se acercaría al escritorio, y leería la carta de ella, inconclusa, a su propio amante. En un minuto habría un entrecruzamiento aún más gracioso de las dos cartas, y el público se revolcaría en el delirio, que se trocaría en éxtasis cuando los dos amantes engañados, excitado cada uno por las infidelidades del otro, se reunieran en un lujurioso abrazo. Oyó entrar a su marido, y ése fue el motivo para que ella levantara la voz: la indignación remplaza a la curiosidad a medida que Hilda lee. Aferró la carta con ambas manos, se volvió y dio dos pasos al frente con la finalidad de no ocultar a John.

Al hacerlo, le vio: no a John, sino a Joseph, completamente inconfundible, sentado donde se había sentado Michel, en el centro del patio de butacas, mirándola con el mismo interés terriblemente grave.

Al principio, realmente, no se sintió en absoluto sorprendida; la división entre su mundo interior y el mundo exterior había sido un asunto baladí en los mejores tiempos, pero aquellos días habían prácticamente dejado de existir.

«Así que ha venido -pensó-. Ya era hora. ¿Unas orquídeas, Joseph? ¿Ninguna orquídea? ¿Ni una chaqueta roja? ¿Ni un medallón de oro? ¿Algo de Gucci? Quizá debiera haber ido al camerino, después de todo. Lee tu nota. Estaba segura de que ibas a venir, ¿sabes? Preparé un pastel.»

Había dejado de leer en voz alta porque verdaderamente no tenía ningún sentido seguir actuando, aun cuando el apuntador le disparara desvergonzadamente el texto y el director estuviese tras él haciéndole gestos con los brazos, como quien se defiende de un enjambre de abejas; ambos se encontraban en su línea de visión, aunque ella estuviese mirando exclusivamente a Joseph. 0 quizá solamente los estuviera imaginando, ahora que finalmente Joseph había llegado a ser tan real. Detrás de ella, el marido John, sin la menor convicción, había empezado a inventar líneas para cubrirla. «Necesitas un Joseph -quería decirle ella con orgullo-. Aquí, nuestro Joseph te dará textos para todas las ocasiones.»

Había una pantalla de luz entre ellos…, no tanto una pantalla como una separación óptica. Agregada a sus lágrimas, comenzaba a trastornar su visión del hombre, y se le insinuaba la sospecha de que, al fin, no fuese más que un espejismo. Desde bastidores le gritaban que saliera; el marido John se había aproximado a la parte delantera del escenario - clonc, clonc- y le había asido amable, pero firmemente, por el codo, como paso previo para arrojarla al cubo de la basura. Supuso que en un minuto más bajarían el telón sobre ella y le darían a esa pequeña furcia -cuál-es-su-nombre, su suplente- la oportunidad de su vida.

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