Y, por último, a fines de la primavera, tan pronto como la cuenca del Litani estuvo lo bastante seca como para permitir el paso de los tanques, los peores temores de Kurtz y las peores amenazas de Gavron se cumplieron: el largamente esperado avance israelí hacia el interior del Líbano tuvo lugar, acabando con aquella fase de las hostilidades o, según se considere la situación de uno o de otro lado, anunciando la siguiente. Los campos de refugiados que habían acogido a Charlie fueron higienizados, lo cual significa, aproximadamente, que las motoniveladoras entraron para enterrar los cuerpos y completar lo que los tanques y los bombardeos aéreos habían iniciado; una lamentable fila de refugiados partió hacia el norte, dejando atrás sus cientos, luego sus miles, de muertos. Grupos especiales erradicaron los puestos secretos de Beirut en que había estado Charlie; de la casa de Sidón sólo quedaron los pollos y el huerto de las mandarinas. El edificio fue destruido por un grupo de Sayaret, que también acabó con los dos chicos, Kareem y Yasir. Llegaron de noche, desde el mar, exactamente como Yasir, el gran oficial de inteligencia, siempre había predicho, y emplearon una clase especial de balas explosivas norteamericanas, aún en la lista secreta, a las que bastaba con tocar el cuerpo para matar. El conocimiento de todo esto -de la efectiva destrucción de su breve relación amorosa con Palestina- le fue prudentemente ahorrado a Charlie. Podía trastornarla, dijo el psiquiatra; con su imaginación y su introversión, era perfectamente lógico que llegase a sentirse responsable del conjunto de la invasión. Mejor evitarle el tema, por lo tanto; dejar que lo descubra cuando se encuentre en condiciones. En cuanto a Kurtz, durante un mes o más, fue difícil verle o, en caso de verle, reconocerle. Su cuerpo pareció reducirse a la mitad de su tamaño, sus ojos eslavos perdieron el brillo, llegó, en suma, a representar su verdadera edad, cualquiera que ésta fuese. Luego, un día, como un hombre que ha logrado superar una larga y devastadora enfermedad, regresó y, en cuestión de horas, al parecer, reanudó su labor al frente del extraño feudo que regía con Misha Gavron.
En Berlín, Gadi Becker flotó al principio en un vacío comparable al de Charlie; pero ya había flotado en él antes y era en cierto modo menos sensible a sus causas y sus efectos. Volvió a su piso, y a sus escasas perspectivas comerciales; la insolvencia estaba una vez más a la vuelta de la esquina. Si bien pasaba días discutiendo telefónicamente con comerciantes mayoristas o transportando cajas de un lado del almacén a otro, la depresión mundial parecía haber golpeado a la industria berlinesa del vestido más dura y profundamente que a ninguna otra. Había una muchacha con la que dormía a veces, una criatura más bien imponente que había dejado atrás la vertical de los treinta, afectuosa hasta el exceso e inclusive, para satisfacer sus prejuicios hereditarios, vagamente judía. Al cabo de varias jornadas de fútil reflexión, él la telefoneó y le dijo que estaba temporalmente en la ciudad. Sólo durante unos días, dijo; quizá sólo uno. Percibió la alegría de la mujer ante su regreso, y las divertidas protestas ante su desaparición; pero también percibió las oscuras voces del interior de su propia mente.
- Ven por aquí -dijo ella cuando terminó de regañarle.
Pero él no fue. No podía consentirse el placer que ella era capaz de proporcionarle.
Asustado de sí mismo, fue a toda prisa a un club nocturno griego que estaba de moda y del que tenía noticias, regentado por una mujer de experiencia cosmopolita y, habiendo finalmente logrado embriagarse, observó a los clientes romper platos con demasiada impaciencia, en la mejor tradición greco-berlinesa. Al día siguiente, sin gran planificación previa, comenzó una novela sobre una familia judía de Berlín que ha huido a Israel y luego ha vuelto a desarraigarse, incapaz de ponerse de acuerdo con lo que se estaba haciendo en nombre de Sión. Pero cuando miró lo que había estado pergeñando, confió sus notas a la papelera primero, y luego, por razones de seguridad, al fuego del hogar. Un nuevo hombre de la embajada en Bonn fue a visitarle, y le dijo que era el remplazante del último hombre: si necesita comunicar con Jerusalén o cualquier otra cosa, pregunte por mí. Sin poder contenerse, aparentemente, Becker se embarcó en una provocativa discusión con él acerca del Estado de Israel. Y terminó con una pregunta sumamente ofensiva, algo que había entresacado de los escritos de Arthur Koestler y adaptado a su propia preocupación:
- ¿En qué nos vamos a convertir? -dijo-. ¿En una patria judía o en un pequeño y horrible Estado espartano?