Una ambulancia aparcaba ante la puerta delantera, con la parte posterior apuntada hacia la entrada. En su interior había frascos de sangre y las sábanas también eran rojas, de modo que al principio se resistió a entrar. En realidad, se resistió con bastante energía y debe de haber repartido golpes considerablemente duros, porque una de las mujeres que la sujetaban la soltó de pronto y se apartó llevándose una mano al rostro. Se había quedado sorda, así que sólo podía oír vagamente sus propios chillidos, pero su principal interés consistía en quitarse el vestido, en parte porque era una puta, en parte porque había en él demasiada sangre de El Jalil. Pero el vestido le resultaba aún menos familiar que en el curso de la última noche, y no logró averiguar si llevaba botones o una cremallera, por lo que decidió no molestarse más por el asunto. Entonces aparecieron Rachel y Rose, una a cada uno de sus lados, y cada una de ellas la cogió por un brazo, exactamente tal como lo habían hecho en la casa de Atenas a su llegada allí para presenciar el teatro de lo real; la experiencia le indicó que toda otra resistencia carecería de sentido. La hicieron subir a la ambulancia y se sentaron una a cada lado de ella, sobre una de las camillas. Bajó los ojos y vio todas las estúpidas caras que la contemplaban: los chicos duros con sus ceños de héroes, Marty y Mike, Dimitri y Raoul, y otros amigos también, algunos de los cuales todavía no le habían sido presentados. Entonces la multitud se apartó y de ella emergió Joseph, tras haberse desembarazado delicadamente del arma con que había disparado a El Jalil, pero aún, desgraciadamente, con bastante sangre en los tejanos y los zapatos deportivos, según advirtió. Llegó al pie de los escalones y levantó la vista hacia ella, y primero fue como si la muchacha mirara su propia faz, porque veía en él exactamente las mismas cosas que veía en sí. Así tuvo lugar una suerte de intercambio de personajes, en el que ella asumió el papel de asesino y de chulo que le pertenecía a él, y él, presumiblemente, el de ella, de señuelo, de puta y de traidora.
Hasta que, de pronto, mientras le miraba, una última chispa de violencia se encendió en ella, y le devolvió la identidad que él le había robado. Se levantó, y ni Rose ni Rachel tuvieron tiempo de sujetarla en su asiento; aspiró muy profundamente y le gritó al hombre que se marchaba…, o al menos así lo creyó ella. Quizás haya dicho simplemente: «No.» Lo más probable es que no le importe a nadie.
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De los resultados inmediatos y no tan inmediatos de la operación, el mundo supo mucho más de lo que comprendió; y, por cierto, muchísimo más que Charlie. Supo, por ejemplo -o pudo haber sabido, de haber estudiado la letra menuda de la información en las páginas de extranjero de la prensa anglosajona-, que un supuesto terrorista palestino había muerto en un tiroteo con miembros de una unidad especializada de Alemania Occidental, y que su rehén, una mujer, había sido trasladada al hospital en estado de shock, pero, por lo demás, ilesa. Los periódicos alemanes llevaban versiones más sensacionalistas de la historia -«El salvaje Oeste llega a la Selva Negra»-, pero los relatos eran tan serenos, si bien contradictorios, que se hacía difícil sacar nada en limpio de ellos. La vinculación con el fallido atentado con bomba del que fuera objeto el profesor Minkel en Freiburg -en un principio tenido por muerto y más tarde descubierto como milagroso sobreviviente-fue tan graciosamente negado por el encantador doctor Alexis que todo el mundo dio por sentada su existencia. Convenía a las circunstancias, sin embargo, según los más sabios editorialistas, el que no se nos revelara demasiado.
La sucesión de otros incidentes menores en torno del hemisferio occidental dio lugar a especulaciones ocasionales acerca de las actividades de una u otra organización terrorista árabe, pero, en realidad, con tantos grupos rivales como hay en estos días, era muy difícil señalarlas con precisión. El estúpido asesinato, en pleno día, por ejemplo, del doctor Anton Masterbein, el humanitario jurista suizo, defensor de los derechos de las minorías e hijo del eminente financiero, fue colocado directamente ante la puerta de una organización falangista extremista que poco antes había «declarado la guerra» a los europeos manifiestamente simpatizantes de la «ocupación» palestina del Líbano. El atentado ocurrió cuando la víctima salía de su casa para dirigirse al trabajo -sin protección, como de costumbre-, y el mundo se sintió profundamente conmovido durante al menos la primera parte de una mañana. Cuando el editor de un periódico de Zurich recibió una carta en que se exigían responsabilidades, que estaba firmada «Líbano Libre» y que fue declarada auténtica, se pidió a un joven diplomático libanés que abandonara el país y él lo hizo, tomando el asunto con filosofía.