- Yo sólo quiero regresar a donde estaba -dijo Charlie. Kurtz respondió que eso podía arreglarse, querida, sin ningún problema.
El psiquiatra era un joven brillante de ojos risueños y con un pasado militar, y no se sentía en absoluto inclinado al autoanálisis ni a ninguna otra clase de tenebrosa introspección. En realidad, parecía tener menos interés en hacerla hablar que en convencerla de que no debía hacerlo; en su profesión, debe de haber sido un hombre muy discutido. La llevó a pasear en su coche, primero por los caminos costeros, luego hasta Tel Aviv. Pero cuando, imprudentemente, señaló algunas de las pocas hermosas casas árabes antiguas que habían sobrevivido al desarrollo, Charlie empezó a balbucear de ira. La llevó a restaurantes discretos, nadó con ella y llegó a echarse a su lado en la playa y a darle un poco de conversación, hasta que ella le dijo, con un extraño temblor en la voz, que preferiría hablar con él en su despacho. Cuando supo que a ella le gustaba montar, pidió caballos, y pasaron un gran día cabalgando, durante el cual la muchacha pareció olvidarse por entero de sí misma. Pero al día siguiente volvió a estar demasiado quieta para el gusto de él, y le dijo a Kurtz que esperara al menos otra semana. Y, en efecto, aquella misma noche ella tuvo un prolongado e inexplicado ataque de vómitos, que resultaba de lo más insólito si se tomaba en cuenta lo poco que comía.
Vino Rachel, que había reanudado sus estudios en la universidad, y se mostró franca y dulce y relajada, completamente distinta de la versión, más dura, que Charlie había conocido en Atenas. También Dimitri había vuelto a estudiar, dijo; Raoul estaba considerando la posibilidad de hacer la carrera de medicina y quizá llegar a ser médico militar; por otra parte, tal vez reanudara arqueología. Charlie sonrió con amabilidad ante estas noticias de matiz familiar: Rachel dijo a Kurtz que había sido como hablar con la abuelita. Pero en definitiva, ni sus orígenes en el País del Norte, ni sus alegres modales de inglesa de clase media consiguieron el impacto deseado en Charlie y, al cabo de un rato, aunque gentilmente, ésta le preguntó si podría hacerle el favor de dejarla sola nuevamente.
Entretanto, en el servicio de Kurtz se había agregado cierto número de valiosas lecciones a la gran suma de conocimientos técnicos y humanos que formaban el tesoro de sus muchas operaciones. Los no judíos, a pesar del lógico prejuicio existente en contra suya, no sólo eran utilizables, sino, en ocasiones, esenciales. Una muchacha judía jamás hubiese podido desenvolverse tan eficazmente en el terreno intermedio. Los técnicos también estaban fascinados por el funcionamiento de las pilas en el radio-reloj; nunca es demasiado tarde para aprender. Una historia expurgada del caso fue preparada rápidamente para su uso en los entrenamientos, y surtió gran efecto. En un mundo perfecto, se sostenía, el oficial del caso debía haber advertido al hacer el cambio que las pilas no correspondían al modelo del agente. Pero al menos las reunió en grupos de dos cuando la señal local cesó, y resolvió el problema inmediatamente. El nombre de Becker, claro está, no aparecía en ninguna parte; en forma totalmente independiente de las cuestiones de seguridad, Kurtz no había oído últimamente nada bueno de él, y no estaba dispuesto a verle canonizado.