Читаем La chica del tambor полностью

El nuevo hombre era de mirada dura y carecía de imaginación, y la pregunta, evidentemente, le enfadó sin que hubiese comprendido su significado. Dejó algo de dinero y su tarjeta: segundo secretario, comercial. Pero, lo que era más importante, dejó una nube de incertidumbre tras de sí, nube que la llamada telefónica de Kurtz, en la mañana siguiente, pretendía disipar.

- ¿Qué diablos estás tratando de decirme? -preguntó brutalmente, en inglés, tan pronto como Becker hubo levantado el auricular-. Vas a empezar a enlodar el nido; entonces ven a nuestro país, donde nadie te presta la menor atención.

- ¿Cómo está ella? -dijo Becker.

Quizá la respuesta de Kurtz fuera deliberadamente cruel, porque la conversación tuvo lugar cuando se hallaba en su peor momento.

- Frankie está muy bien. Bien psíquicamente, bien de aspecto, y, por alguna razón que se me escapa, te sigue amando. Elli le habló hace unos días y tiene la clara impresión de que ella no considera obligatorio el divorcio.

- No se supone que los divorcios sean obligatorios.

Pero, como de costumbre, Kurtz tenía una respuesta: -Los divorcios no se suponen; punto y aparte.

- Entonces, ¿cómo está ella? -repitió Becker, enérgicamente.

Kurtz tuvo que refrenar su temperamento antes de replicar.

- Si estamos hablando de una amiga común, se encuentra bien de salud, se está curando, y no quiere volver a verte nunca… ¡y que te conserves joven para siempre! -Kurtz terminó con un grito desaforado y colgó.

Esa misma noche llamó Frankie -Kurtz debe de haberle dado el número por despecho-. El teléfono era el instrumento de Frankie. Otros pueden tocar el violín, el arpa, o el shofar, pero para Frankie siempre era el teléfono.

Becker la escuchó durante bastante rato. La escuchó sollozar, en lo cual era incomparable; escuchó sus halagos y sus promesas.

- Seré lo que tú quieras que sea -dijo-. Dímelo, y lo seré.

Pero la última cosa que hubiese deseado Becker era inventar a nadie.

No mucho después, Kurtz y el psiquiatra decidieron que había llegado la hora de devolver a Charlie al agua.

El espectáculo se llamaba Un ramillete de comedia, y el teatro, como otros que había conocido, servía a la vez como Instituto Femenino y como escuela de arte dramático, e indudablemente también como colegio electoral en tiempo de votaciones. Era una pieza vil y un teatro vil, y llegó en el momento más bajo de la decadencia de la muchacha. La sala tenía techo de cinc y un suelo de madera, y cuando ella daba un golpe con el pie, nubes de polvo se elevaban de entre las tablas. Había comenzado por representar sólo papeles trágicos, porque, tras mirarla con inquietud, Ned Quilley había dado por supuesto que la tragedia era lo que ella prefería; y lo mismo, por sus propios motivos, había concluido Charlie. Pero pronto descubrió que los papeles serios, si es que significaban algo para ella, la superaban: lloraba o sollozaba en los momentos más absurdos, y varias veces tuvo que inventar un mutis para recobrarse.

Sin embargo, era más frecuente que fuese la irrelevancia de sus parlamentos lo que la aplastaba; ya no tenía estómago -ni, lo que es peor, comprensión- para lo que pasaba por ser dolor en la sociedad de clase media occidental. De modo que la comedia llegó a ser, finalmente, su mejor máscara, y gracias a ella había visto alternarse sus semanas entre Sheridan y Priestley y los más recientes genios modernos, cuyos productos se describían en el programa como un soufflé resplandeciente de incisiva inteligencia. Lo habían representado en York, pero, gracias a Dios, se había evitado entrar en Nottingham; lo habían representado en Leeds y en Bradford y en Huddersfield y en Derby; y Charlie aún no había visto elevarse el soufflé ni resplandecer la inteligencia, porque en su imaginación pasaba por sus parlamentos como un boxeador aturdido por los golpes, que debe sufrir el castigo o sucumbir para salvarse.

Durante todo el día, cuando no estaba ensayando, vagaba como un paciente en la sala de espera de un médico, fumando y leyendo revistas. Pero esa noche, cuando el telón se alzó una vez más, una peligrosa pereza remplazó a su excitación y le costó enormemente no quedarse dormida. Oía su propia voz alzarse y descender, sentía su brazo moverse de este modo, su pie dar aquel paso; calló para dar paso a lo que solía ser una carcajada segura, pero en cambio la golpeó un incomprensible silencio. A la vez, imágenes del álbum prohibido empezaron a llenar su mente: de la prisión en Sidón y de la fila de madres que esperaban junto al muro; de Fatmeh; del salón de clases del campo durante la noche, donde se grababan las consignas para la marcha; del refugio antiaéreo, y de los estoicos rostros que la contemplaban, preguntándose si ella tendría la culpa. Y de la mano enguantada de El Jalil dibujando torpemente la forma de los dedos con su propia sangre.

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