La voladura del coche de un diplomático del Rejectionist Front a la salida de una mezquita recientemente reconstruida en el bosque de Saint John apenas si fue considerada como noticia en lugar alguno; era el cuarto asesinato similar en igual número de meses.
Por otra parte, el sanguinario apuñalamiento del músico y columnista radical italiano Albert Rossino, y de su acompañante alemana, cuyos cuerpos desnudos y difícilmente reconocibles fueron descubiertos semanas más tarde junto a un lago del Tirol, fue comunicado por las autoridades austriacas, que lo consideraron carente de toda significación política, a pesar del hecho de que ambas víctimas tuvieran vinculaciones con medios extremistas. Con las pruebas disponibles, prefirieron tratar el caso como un crimen pasional. La dama, una tal Astrid Berger, era bien conocida por sus extraños apetitos, y se estimó probable, a pesar de lo grotesco que podía parecer, que no hubiese una tercera parte implicada. Una serie de otras muertes, menos interesantes, pasó virtualmente inadvertida, como también ocurrió con el bombardeo israelí de una antigua fortaleza en el desierto, en la frontera siria, de la cual fuentes de Jerusalén afirmaron que había sido empleada como base de entrenamiento de terroristas extranjeros por los palestinos. En cuanto a la bomba de cuatrocientas libras que explotó en la cima de una colina, en las afueras de Beirut, que destruyó una lujosa villa de veraneo y mató a sus ocupantes -entre los cuales se contaban Fatmeh y Tayeh-, resultó tan indescifrable como cualquier otro acto de terror en aquella trágica región.
Pero Charlie, en su refugio de junto al mar, no supo nada de esto; o, más exactamente, lo supo todo de una manera general, y estaba demasiado aburrida o demasiado asustada como para escuchar los detalles. Al principio, no podía hacer otra cosa que nadar o dar plácidos paseos sin objeto hasta el final de la playa y regresar, cerrándose el albornoz hasta el cuello mientras sus guardaespaldas la seguían a una respetuosa distancia. En el mar, tendía a sentarse en la zona menos profunda y sin olas, y a frotarse con el agua como si se jabonara, primero la cara y luego los brazos y las manos. Las otras muchachas, en instrucción, se bañaban desnudas; pero cuando Charlie declinó seguir tan liberador ejemplo, el psiquiatra les ordenó volver a vestirse y esperar.
Kurtz iba a verla cada semana; algunas, dos veces. Era extremadamente gentil con ella; paciente y leal, aun cuando ella le gritaba. La información que le llevaba era práctica, y toda para beneficio de ella.
Se había inventado un padrino para la muchacha, un viejo amigo de su padre que se había hecho rico y había muerto recientemente en Suiza, dejándole una crecida suma de dinero, el cual, al proceder del extranjero, estaría libre de impuestos a la transferencia de capital en el Reino Unido.
Se había hablado con las autoridades británicas, y éstas habían aceptado -por razones de las que Charlie no podía tener conocimiento- el hecho de que el seguir indagando en las relaciones de la muchacha con ciertos extremistas europeos y palestinos no serviría a ningún fin útil. Kurtz estaba también en condiciones de garantizarle que Quilley tenía una buena opinión de ella: la policía, dijo, había en realidad insistido en explicarle que sus sospechas respecto de Charlie habían sido producto de una información equivocada.
Kurtz discutió también con Charlie las formas de explicar su brusca desaparición de Londres, y ella convino pasivamente en una historia en que se mezclaban el temor al acoso policial, un ligero colapso nervioso, y un amante misterioso al que habría conocido tras su estancia en Mikonos, un hombre casado que la había invitado a bailar y que finalmente se había desembarazado de ella. Cuando comenzó a adiestrarla en esto, y presumiblemente a probarla en aspectos menores, ella se puso pálida y se echó a temblar. Una manifestación similar tuvo lugar cuando Kurtz le anunció, no sin cierta falta de prudencia, que «el más alto nivel» había decidido que ella podría pedir la ciudadanía israelí en el momento en que lo deseara, por el resto de su vida.
- Dale esto a Fatmeh -dijo de pronto, y Kurtz, que para entonces tenía entre manos una cantidad de nuevos asuntos, hubo de consultar el fichero para recordar quién era Fatmeh, o quién había sido.
En cuanto a su carrera, dijo Kurtz, había algunas cosas apasionantes esperándola para cuando se sintiera dispuesta a enfrentarse con ellas. Un par de importantes productores de Hollywood se habían interesado sinceramente por Charlie durante su ausencia, y esperaban con ansiedad que ella regresara a la Costa e hiciera algunas pruebas de cámara. Uno de ellos, a decir verdad, tenía en reserva un pequeño papel, que le parecía muy probablemente adecuado para ella; Kurtz no conocía más detalles. Y también estaban sucediendo algunas cosas buenas en los escenarios teatrales de Londres.