- Alguien que pesca en el lago -dijo El Jalil.
- ¿A esta hora de la noche?
- ¿Nunca has pescado de noche? -rió él, amodorrado-. ¿Nunca has salido al mar en un pequeño bote, con una lámpara, para atrapar peces con tus propias manos?
- Despierta. Háblame.
- Mejor dormir.
- No puedo. Tengo miedo.
El empezó a contar la historia de una misión nocturna que había llevado a cabo en Galilea largo tiempo atrás, con otros dos hombres. Cómo cruzaban el mar en un bote de remos, y era tan hermoso que perdieron toda noción de aquello por lo que se encontraban allí, y, en cambio, se pusieron a pescar. Ella le interrumpió.
- No era un bote -insistió-. Ha sido un coche, he vuelto a oírlo. Escucha.
- Es un bote -dijo él soñoliento.
La luna había encontrado un espacio entre las cortinas, y brillaba sobre el piso. Levantándose, ella fue hasta la ventana y, sin tocar las cortinas, miró hacia afuera. Había pinos por todas partes; la luna sobre el lago era como una escalera blanca que bajara hasta el centro del mundo. Pero no había bote alguno en ninguna parte, ni luz alguna para atraer a los peces. Regresó a la cama y él deslizó el brazo derecho sobre su cuerpo, atrayéndola hacia sí; pero, al percibir su resistencia, gentilmente, se apartó, volviéndose con languidez sobre la espalda.
- Háblame -volvió a decir ella-. El Jalil, despierta. -Le sacudió violentamente, luego lo besó con desespero en los labios-. ¡Despierta! -repitió.
Así que despertó para ella, porque era un hombre amable, y la había escogido como hermana.
- ¿Sabes qué llamaba la atención en tus cartas a Michel? -preguntó. El arma. «Desde ahora, soñaré con tu cabeza sobre mi almohada, y tu pistola debajo»… Palabras de amante, hermosas palabras de amante.
- ¿Por qué llamaba la atención? Dímelo.
- Tuve con él una conversación exactamente igual a ésta una vez. Precisamente sobre este mismo tema. «Oye, Salim», le dije. «Sólo los cowboys duermen con sus pistolas debajo de la almohada. Aunque no recuerdes ninguna de las cosas que te he enseñado, recuerda ésta. Cuando estés acostado, ten la pistola a un lado de la cama, donde puedas ocultarla mejor, y donde tienes la mano. Aprende a dormir así. Aun cuando duermas con una mujer.» Dijo que lo recordaría. Siempre me lo prometía. Luego, olvidaba. 0 encontraba una nueva mujer. 0 un nuevo coche.
- Entonces rompía las reglas, ¿no? -dijo ella, cogiendo la mano enguantada del hombre, considerándola en la penumbra, pellizcando uno a uno los dedos muertos. Eran de algodón, todos, menos el más pequeño y el pulgar.
- ¿Cómo te ocurrió esto? -inquirió ella con prontitud-. ¿Fueron los ratones? ¿Cómo sucedió? Despierta.
Le llevó largo tiempo responder:
- Un día, en Beirut… Yo soy un poco tonto, como Salim. Estoy en el despacho, llega la correspondencia, tengo prisa, espero cierto paquete, lo abro. Fue un error.
- ¿Así? ¿Cómo es posible? Lo abriste y había un explosivo, ¿no es eso? Te voló los dedos. ¿Y qué pasó con la cara?
- Cuando desperté, en el hospital, estaba Salim. ¿Sabes una cosa? Estaba muy contento de que yo hubiese cometido una estupidez. «La próxima vez, antes de abrir un paquete, muéstramelo o lee las señas», dice. «Si viene de Tel Aviv, mejor que lo devuelvas al destinatario.»
- ¿Por qué haces tus propias bombas, entonces? ¿Si sólo tienes una mano?
La respuesta estuvo en el silencio. En la quietud crepuscular del rostro del hombre, vuelto hacia ella, con su mirada fija, franca y grave de luchador. En todo lo que ella había visto desde la noche en que firmara contrato con el teatro de lo real. «¡Por Palestina, vale! ¡Por Israel! ¡Por Dios! ¡Por mi sagrado destino! Para devolver a los bastardos lo que los bastardos me hicieron a mí. Para reparar la injusticia. Con injusticia. Hasta que todo lo justo vuele hecho añicos, y la justicia sea finalmente libre de separarse de los escombros y recorrer las calles despobladas.»
De pronto, él le preguntaba a ella. Y ya sin encontrar oposición.
- Cariño -susurró ella-. El Jalil. ¡Oh, Cristo! ¡Oh, cariño! Por favor.
Y todas las demás cosas que dicen las putas.
Amanecía, pero ella aún no le dejaría dormir. A la pálida luz del día, una exaltación insomne la poseía. Con besos, con caricias, se valía de todas las artes que conocía para regalarle con su presencia y mantener su pasión ardiente. «Eres el mejor -le susurraba-, y yo nunca gano primeros premios. El más fuerte, el más valiente, el más inteligente de los amantes que tuve jamás. ¡Oh, El Jalil, El Jalil! ¡Cristo! ¡Oh, por favor!» «¿Mejor que Salim?», preguntó él. «Más paciente que Salim, más mimoso, más agradecido. Mejor que Joseph, que me envió a ti en una bandeja.»
- ¿Qué ocurre? -dijo ella cuando él, súbitamente, se desprendió de ella-. ¿Te he hecho daño?