Una cama doble, la estufa eléctrica encendida, ambas resistencias, sin reparar en gastos. Un estante con los best-sellers de Nowheresville: Yo estoy bien, tú estás bien, la alegría del sexo. La cama, abierta por los dos lados. Más allá, el cuarto de baño, revestido con madera de pino, con sauna incluida. Extrajo su transmisor y lo miró, y era su viejo transmisor, hasta en el último rasguño: sólo que un poco más pesado, un poco más fuerte en la mano. «Espera hasta que él duerma. Hasta que yo duerma.» Se consideró a sí misma. La primera imagen del artista no había estado tan mal, después de todo. Una tierra para nadie, para alguien sin tierra. Primero se restregó las manos y las uñas; luego, llevada por un impulso, se desnudó y se dio una larga ducha, aun cuando sólo fuera para mantenerse, durante unos momentos más, al margen del calor de la confianza de él. Se lavó con loción para el cuerpo, evitando el espejo del botiquín que había encima del lavabo. Le interesaban sus propios ojos; le recordaban los de la muchacha francesa de la escuela en que se había entrenado: aparecía en ellos el mismo furioso vacío de una mente que había aprendido a renunciar a los peligros de la compasión. Regresó y encontró al hombre poniendo comida en la mesa. Exactamente el mismo autodesprecio. Fiambres, queso, una botella de vino. Velas ya encendidas. El apartó una silla para ella, en el mejor estilo europeo. Ella se sentó; él se sentó frente a ella y empezó a comer de inmediato, con la natural concentración con que lo hacía todo. Había matado y ahora estaba comiendo: ¿qué podía haber de más correcto? «Mi comida más demencial -pensó ella-. La peor y la más demencial. Si se acerca un violinista a nuestra mesa, le pediré que toque Moon River.»
- ¿Aún lamentas lo que has hecho? -preguntó él, con total desapego, como si preguntase: «¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?»
- Son unos cerdos -dijo ella, completamente en serio-. Despiadados, sanguinarios…
Comenzó a sollozar nuevamente, pero se contuvo a tiempo. El tenedor y el cuchillo temblaban tanto, que se vio obligada a dejarlos. Oyó pasar un coche, ¿o era un avión? «Mi bolso -pensó caóticamente-, ¿dónde lo he dejado?» En el cuarto de baño, lejos de sus entrometidos dedos. Volvió a coger el tenedor y vio el hermoso e indomado rostro de El Jalil, que la estudiaba desde el otro lado del canal de la luz de las velas exactamente en la misma forma en que lo había hecho Joseph en la cima de la colina de Delfos.
- Quizá te estés esforzando demasiado por odiarlos -sugirió él, a modo de remedio.
Era la peor comedia que había representado jamás, y la peor de las cenas en que había participado. Su ansiedad por quebrar la tensión era tan grande como su ansiedad por quebrarse. «Esto es lo que Joseph te ha enviado. Cógelo.»
Se puso en pie y oyó cómo su cuchillo y su tenedor caían ruidosamente al suelo. Apenas si alcanzaba a ver al hombre a través de las lágrimas de su desesperación. Comenzó a desabrocharse el vestido, pero sus manos estaban tan confusas que no logró servirse de ellas. Rodeó la mesa hacia donde se encontraba él, que ya se estaba levantando cuando ella le invitó a hacerlo. Los brazos del hombre la estrecharon; la besó y luego la alzó y la llevó al dormitorio como si se tratase de un camarada herido. La dejó sobre la cama y de pronto, Dios sabe por qué desesperado proceso químico de su mente y de su cuerpo, ella lo poseyó a él. Se vio encima de él, desnudándole; le metió dentro de sí como si fuese el último hombre sobre la tierra, en el último día de la tierra; para su propia destrucción y para la de él. Se vio devorándole, succionándole, llenando de él los aullantes espacios vacíos de su culpa y de su soledad. Se vio sollozando, se vio gritándole, llenando de él su propia boca mentirosa, forzándole a volverse para borrar bajo el peso del cuerpo del hombre toda huella de sí misma y del recuerdo de Joseph. Le sintió en su paroxismo, pero le ciñó y le retuvo en son de reto en su interior hasta mucho después de que sus movimientos hubiesen cesado, los brazos cerrados en torno de él, como ocultándose de la tormenta que se avecinaba.
No estaba dormido, pero ya dormitaba. Yacía con el cabello negro desordenado sobre el hombro de ella, el brazo bueno descansando descuidadamente sobre sus pechos.
- Salim era un muchacho de suerte -murmuró, con una sonrisa en la voz-. Una chica como tú es una buena causa para morir por ella.
- ¿Quién dice que murió por mí?
- Tayeh dice que era posible.
- Salim murió por la revolución. Los sionistas volaron su coche.
- El se voló. Leímos muchos informes policiales alemanes sobre el incidente. Yo le dije que nunca fabricara bombas, pero no me obedeció. No tenía talento para esa tarea. No era un luchador por naturaleza.
- ¿Qué ha sido ese ruido? -dijo ella, apartándose bruscamente de él.
Era un ruido sordo, como un crujir de papel, una sucesión de sonidos aislados, y luego, nada. Imaginó un automóvil deslizándose suavemente sobre la grava con el motor parado.