Se aferró a él tan furiosamente que al hombre le fue difícil desasirse. Estaba de pie, apretada contra él, con la cabeza gacha, contra su pecho, deseando que volviese a tomarla bajo su protección. Pero, en cambio, él le pasó las manos por debajo de los brazos, obligándola a erguirse, y tornó a ver su rostro, inmóvil e inexpresivo, diciéndole que el amor no era su territorio: ni el de él, ni el de ella, ni, muchísimo menos, el de El Jalil. La puso en camino; ella se desprendió de él y marchó sola; él dio un paso tras ella y se detuvo. La muchacha miró hacia atrás y le odió; cerró los ojos y los abrió, dejó escapar un profundo suspiro. «Estoy muerta.»
Salió andando a la calle, se irguió y, resuelta como un soldado e igualmente ciega, subió a paso vivo una callejuela, dejando atrás un sórdido club nocturno en que se exhibían fotografías iluminadas de muchachas de treinta y algunos años descubriendo unos pechos escasamente convincentes. «Eso es lo que yo debía estar haciendo», pensó. Llegó a una carretera, recordó su educación peatonal, miró hacia su izquierda y vio la puerta de una torre medieval con el logotipo de las hamburguesas McDonald's, cuidadosamente pintado. Las luces verdes le dieron paso; siguió andando y vio altas colinas negras cerrando al final de la carretera, y un cielo pálido y cargado de nubes revolviéndose con impaciencia tras ellas. Miró a su alrededor y vio que la aguja de la catedral la seguía. Giró a su derecha y caminó con la mayor lentitud con que había caminado en su vida, descendiendo por una frondosa avenida de casas patricias. Ahora contaba para sí misma. Números. Ahora decía versos. «Joseph va a la ciudad.» Ahora recordaba lo ocurrido en la sala de conferencias, pero sin Kurtz, sin Joseph, y sin los sanguinarios técnicos de los dos irreconciliables bandos. Ante ella, Rossino hacía pasar su moto silenciosamente, empujándola, por una puerta. Se acercaba a él y él le tendía un casco y una chaqueta de piel, y cuando se disponía a ponérselos, algo la impulsaba a mirar en la dirección de la que había venido y veía un resplandor naranja que se estiraba lentamente hacia ella por sobre los guijarros húmedos, como el sendero del sol poniente, y reparaba en lo mucho que perduraba en el ojo después de haber desaparecido. Entonces, por último, oyó el sonido que oscuramente había estado esperando: un golpe sordo, distante aunque íntimo, como la rotura de algo irreparable en lo más profundo de sí; el exacto y definitivo fin del amor. «Pues bien, Joseph, sí. Adiós.»
Precisamente en ese mismo instante, el motor de Rossino entró violentamente en la vida, desgarrando la noche neblinosa con su rugido de risa triunfal. «También yo -pensó ella-. Es el día más divertido de mi vida.»
Rossino conducía con lentitud, manteniéndose en caminos apartados y siguiendo una ruta cuidadosamente concebida.
«Tú conduces, yo te seguiré. Quizá sea tiempo de hacerse italiana.»
Una llovizna cálida había eliminado gran parte de la nieve, pero él avanzaba con respeto a la mala superficie y a su importante pasajera. Le decía a gritos cosas alegres y parecía estar pasándolo muy bien, pero ella no tenía interés en compartir su talante. Atravesaron un gran portal y ella chilló: «¿Es éste el lugar?», sin saber cuál era el lugar al que se refería, ni preocuparse por ello en absoluto; pero el portal daba a un camino sin asfaltar que iba por colinas y valles de bosques particulares, y los cruzaron solos, bajo una luna inesperada que había sido propiedad privada de Joseph. La muchacha miró hacia abajo y vio un pueblo dormido, envuelto en un sudario blanco; percibió un aroma de pinos de Grecia y sintió cómo el viento hacía desaparecer sus lágrimas tibias. Tenía el cuerpo vibrante, nuevo, de Rossino apoyado en el suyo, y le dijo:
- Cuídate a ti mismo, no queda nada.
Descendieron una última colina, traspusieron otro portal y entraron en una carretera bordeada de alerces sin hojas, como los árboles de Francia en las fiestas de fin de año. El camino volvió a subir y, al llegar a la cima, Rossino paró el motor y se deslizaron cuesta abajo por un sendero del bosque. El hombre abrió una maleta y sacó de ella un montón de prendas y un bolso de mano que le arrojó a ella. Sacó una linterna y a su luz la observó mientras se cambiaba, y hubo un momento en que se encontró semidesnuda ante él.
«Me quieres; tómame; estoy disponible y no tengo compromisos.»
Se encontraba sin amor y sin valor ante sus propios ojos. Se encontraba donde había comenzado, y todo el podrido mundo podía aplastarla.
Pasó todas sus baratijas de un bolso al otro: polvos de maquillaje, tampones, dinero, su paquete de Marlboro. Y su pequeño radiodespertador para ensayos. -Oprime el volumen, Charlie, ¿me escuchas?-. Rossino le cogió el viejo pasaporte y le entregó otro nuevo, pero ella no se molestó en averiguar qué nacionalidad había adquirido.
Ciudadana de Ninguna parte, nacida ayer.