Minkel estaba de pie, sin expresión alguna en el rostro y perdido en sus pensamientos, como un hombre al que se le comunica una larga condena a prisión. Minkel se desvivía por sonreír. Las rodillas de Charlie estaban paralizadas, pero, con la mano de Joseph en el codo, se las arregló para lanzarse hacia adelante, alcanzando la maleta al hombre mientras pronunciaba algunas líneas más.
- Sólo que yo no la vi hasta hace media hora, la metieron en el armario y mis vestidos, colgados, la ocultaban; entonces, cuando la vi y leí la etiqueta, estuve a punto de desmayarme…
Minkel hubiese cogido la cartera, pero tan pronto como ella se la ofreció, otras manos la hicieron desaparecer en el interior de una gran caja negra dispuesta en el suelo, de la que salían como serpientes gruesos cables. De pronto, todos parecieron asustarse de ella y se refugiaron tras los sacos de arena. Los fuertes brazos de Joseph la llevaron a reunirse con él; con una mano la obligó a bajar la cabeza hasta que ella se encontró mirándose la cintura. Pero no antes de que hubiese visto a un buzo enfundado en un pesado traje blindado, que se aproximaba a la caja. Llevaba un casco con un espeso visor de vidrio y, debajo de éste, un tapabocas de cirujano para evitar empañarlo desde el interior. Una orden que llegó amortiguada conminó al silencio; Joseph la había atraído junto a sí y la sofocaba con su cuerpo. Otra orden determinó un alivio general; las cabezas volvieron a elevarse, pero él siguió sujetándola allí abajo. Ella oyó sonidos de pies con metódica prisa y, cuando al fin el hombre la liberó, vio a Litvak alejarse con precipitación, con lo que evidentemente era una bomba de su propia fabricación, mucho más tosca que la de El Jalil, con cables aún sin conectar que pendían de ella. Entretanto, Joseph la guiaba firmemente de regreso al centro de la habitación.
- Prosigue con tus explicaciones -le ordenó al oído-. Estabas contando cómo leíste la etiqueta. Continúa a partir de allí. ¿Qué hiciste?
Inspiración profunda. El parlamento se reanuda:
- Entonces, cuando pregunté en recepción, me dijeron que usted estaría fuera durante la noche, que tenía su conferencia en la universidad; de modo que cogí un taxi y…, quiero decir que no sé cómo me podrá perdonar. Mire: debo marcharme. Buena suerte, profesor, que pronuncie un gran discurso.
A una señal de Kurtz, Minkel había sacado un llavero del bolsillo y fingía buscar una llave, si bien no tenía cartera que abrir. Pero Charlie, bajo la apremiante dirección de Joseph, ya se alejaba hacia la puerta, en parte andando, en parte arrastrada por el brazo con que él le rodeaba el talle.
«No lo haré, Joseph; no puedo, he agotado mi coraje, como tú dijiste. No me dejes ir, Joseph, no.» Oyó a sus espaldas órdenes apagadas y los sonidos de pasos precipitados mientras todo el mundo parecía batirse en retirada.
- Dos minutos -gritó Kurtz tras ellos, a modo de advertencia. Se hallaban nuevamente en el corredor con los dos jóvenes bien parecidos y sus armas.
- ¿Dónde le encontraste? -preguntó Joseph en voz baja y con tono seco.
- En un hotel llamado Edén. Una especie de casa de citas, en las lindes de la ciudad. Cerca de una farmacia. Tiene una furgoneta de Coca-cola, de color rojo. FR ocho-nueve-seis- dos-dos-cuatro. Y un turismo Ford. No he retenido el número de matrícula.
- Abre tu bolso.
Ella lo abrió. Rápidamente, tal como él hablaba. Extrayendo del interior del bolso el pequeño transmisor de pulsera de la muchacha, lo remplazó por uno similar, procedente de su propio bolsillo.
- No es el mismo tipo de aparato que utilizábamos antes -se apresuró a advertir-. Recibirá una sola emisora. Seguirá indicando el tiempo, pero no tiene alarma. Pero emite, y nos dice dónde estás.
- ¿Cuándo? -dijo ella, estúpidamente.
- ¿Qué órdenes te dio El Jalil para este momento?
- Debo volver andando a la carretera y continuar andando,… Joseph, ¿cuándo vendrás? ¡Por el amor de Dios!…
El rostro del hombre reflejaba una gravedad trasnochada y heroica, pero no había en él concesión alguna.
- Escucha, Charlie. ¿Me escuchas?
- Si, Joseph, te escucho.
- Si oprimes el botón de volumen en tu transmisor (no lo gires, oprímelo), sabremos que él está dormido. ¿Comprendes?
- No dormirá así.
- ¿Qué quieres decir? ¿Qué sabes de cómo duerme?
- Es como tú, no es de los que duermen; está despierto día y noche. Es… Joseph, no puedo regresar. No me obligues.
Miraba suplicante el rostro del hombre, esperando aún que cediera, pero seguía oponiéndosele rígidamente.
- Quiere que duerma con él, ¡por Dios! Quiere una noche de bodas, Joseph. ¿No te preocupa eso un poco? Me está tomando en el punto en que Michel me dejó. No me gusta. Va a ajustar cuentas. ¿Tengo que ir?