No solamente lo hablaba, sino que también juraba en él. Porque dijo «Lo hablo» con una solemnidad tal que, en ese punto, no podría retroceder en el resto de sus días.
- Entonces me hará el favor de entregar esto al profesor Minkel y saludarle de parte de Imogen Baastrup y decirle que el hotel cometió un error estúpido, y que me hace muchísima ilusión el escucharle esta noche…
Le tendió la cartera, pero el mayordomo se negó a cogerla. Miró a los policías que estaban tras ella y pareció recibir alguna débil señal de asentimiento por parte de ellos; volvió a mirar la cartera, y luego a Charlie.
- Venga por aquí -dijo, como un acomodador de teatro que ganase sus diez libras por noche, y se hizo a un lado para dejarla entrar.
Ella se puso pálida. Esto no estaba en el guión. Ni en el de El Jalil, ni en el de Helga, ni en ningún otro. ¿Qué ocurriría si Minkel la abría ante sus propios ojos?
- ¡Oh, no, no puedo hacer eso! Tengo que ocupar mi lugar en el auditorium. ¡Y aún no he comprado mi billete!!Por favor!
Pero el hombre con aspecto de mayordomo también tenía sus órdenes, y tenía sus temores, porque cuando ella le alcanzó la cartera se apartó dando un salto, como si quemara.
La puerta se cerró; estaban en un pasillo a lo largo de cuyo techo corrían cañerías revestidas. Por un instante, trajeron a la memoria de la muchacha los tubos en lo alto de la Villa Olímpica. Su renuente escolta la precedía. Ella percibía olor a aceite y oía el trueno reprimido de una caldera; una oleada de calor en el rostro la llevó a pensar en desmayarse o marearse. El asa de la cartera le hacía sangre, sentía el cálido limo salir gota a gota por entre sus dedos.
Habían llegado a una puerta en que ponía «Vorstrand». El hombre con aspecto de mayordomo golpeó en ella y llamó: «¡Oberhauser! ¡Schnell!» Mientras él hacía esto, la muchacha miró hacia atrás y vio a dos jóvenes bien parecidos, vestidos con chaquetas de piel, en el pasillo, tras ella. Estaban armados. «¡Cristo todopoderoso!, ¿qué es esto?» La puerta se abrió. Oberhauser entró primero e inmediatamente se hizo a un lado, como desconociéndola. Se encontraba en un plató de Journey's End. Los bastidores y los camerinos estaban protegidos con sacos de arena; grandes trozos de entretela revestían el cielo raso, sostenidos en su lugar por alambres. Los sacos de arena hacían las veces de barrera, trazando un camino en zigzag a partir de la puerta. En el centro del escenario había una mesita de café baja con una bandeja con bebidas. Junto a ésta, en un sillón bajo, estaba sentado Minkel, como una figura de cera, con los ojos clavados en ella. Frente a él, su esposa, y junto a él, una alemana rechoncha con una estola de piel que Charlie tomó por mujer de Oberhauser.
Más allá de los genios, y preparándose entre bastidores, en medio de los sacos de arena, estaba el resto del equipo, en dos grupos distintos, sus portavoces hombro con hombro en el centro. El equipo local estaba encabezado por Kurtz; a la izquierda de éste había un hombre agradable, de mediana edad, de rasgos poco definidos, que permitieron a Charlie olvidar rápidamente a Alexis.
Próximos a Alexis estaban sus jóvenes lobos, con sus rostros hostiles vueltos hacia ella. Enfrente de ellos había partes de la familia que la muchacha ya conocía, con desconocidos agregados, y la oscuridad de sus facciones judías, en contraste con las de sus equivalentes alemanes, componía una de esas imágenes que se mantendrían en su memoria mientras viviera. Kurtz, el director de circo, tenía el dedo sobre los labios y la muñeca izquierda alzada para escrutar la esfera de su reloj.
Comenzó a decir «¿Dónde está?», y entonces, con una ráfaga de júbilo y de cólera, le vio, apartado de todos, como de costumbre, el agobiado y solitario productor en la noche del estreno. Aproximándose a ella rápidamente, se situó ligeramente a un lado, abriéndole camino hacia Minkel.
- Di tu parlamento para él, Charlie -le indicó serenamente-. Di lo que hayas de decir e ignora a todos cuantos no estén en el reparto. -Y lo único que ella necesitaba era el sonido de la claqueta al cerrarse ante su rostro.
La mano de él se acercó a la de ella, que sentía el vello del hombre en contacto con su piel. Hubiese deseado decir: «Te amo… ¿Cómo eres?» Pero había que recitar otro texto, así que inspiró pro-fundamente y lo recitó, porque aquél era, después de todo, el nombre de su relación.
- Profesor, ha sucedido algo terrible -empezó con ímpetu-. Los estúpidos del hotel enviaron su cartera a mi habitación con mi equipaje; me vieron hablando con usted, supongo, y allí estaba mi equipaje y estaba su equipaje, y de alguna forma ese chiquillo tonto se metió en la tonta cabeza que ésta era mi cartera…
Se volvió hacia Joseph para decirle que se le había terminado el texto.
- Entregue la cartera al profesor -ordenó él.