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- Marchar. Todos. Antes de que acaben con nosotros definitiva-mente. -Ofreciéndole el antebrazo, la ayudó a ponerse en pie-. De Estados Unidos, de Australia, de París, de Jordania, de Arabia Saudí, del Líbano…, de todos los lugares del mundo en que haya palestinos. Embarcamos hacia las fronteras. Aviones. Millones de nosotros. Como una gran marea a la que nadie pueda hacer retroceder. -Tendió la cartera a la muchacha y comenzó a reunir rápidamente sus herramientas y a colocarlas en la caja-. Entonces, todos juntos, marchamos hacia nuestra patria, reclamamos nuestras casas y nuestras granjas y nuestras aldeas, aun cuando tengamos que derribar sus ciudades e instalaciones y kibutzim para dar con ellas. No funcionaría. ¿Sabes por qué no? Ellos nunca vendrían.

Se dejó caer en cuclillas, examinando la alfombra raída en busca de señales reveladoras.

- Nuestros ricos no serían capaces de soportar su propio descenso en las condiciones socioeconómicas de vida -explicó, destacando irónicamente la jerga-. Nuestros mercaderes no abandonarían sus bancos y tiendas y despachos. Nuestros doctores no dejarían sus elegantes clínicas, ni los abogados sus prácticas corruptas, ni nuestros académicos sus cómodas universidades. -Estaba de pie ante ella, y su sonrisa era un triunfo sobre todo su dolor-. De modo que los ricos hacen dinero y los pobres luchan. ¿Acaso alguna vez fue distinto?

Ella le precedió escaleras abajo. Fue la salida de una furcia con su cajita de afeites. La furgoneta de Coca-cola seguía en el patio, pero ella pasó de largo ante el vehículo, como si nunca en su vida lo hubiese visto, y subió a un Ford de modelo rural, un diesel con balas de paja atadas encima. Se sentó junto a él. Nuevamente, colinas. Pinos cargados por un lado de nieve húmeda y fresca. Instrucciones, en el mismo estilo que las de Joseph: «Charlie, ¿entiendes?» «Si, El Jalil, entiendo.» «Entonces, repítemelo.» Ella lo hizo. «Es por la paz, recuérdalo.» «Lo recordaré, El Jalil; lo recordaré: por la paz, por Michel, por Palestina; por Joseph y El Jalil; por Marty y la revolución y por Israel, y por el teatro de lo real.»

El se había detenido junto a un granero y había encendido los faros. Miraba su reloj. Más abajo, en el camino, una linterna destelló dos veces. Se inclinó por sobre ella y abrió la puerta del lado de la muchacha.

- Su nombre es Franz, y tú le dirás que eres Margaret. Buena suerte.

La noche era húmeda y tranquila, las farolas del antiguo centro de la ciudad pendientes sobre ella como lunas blancas enjauladas con sus soportes de hierro. Había preferido que Franz la dejase en la esquina porque quería atravesar el puente a pie antes de hacer su entrada. Quería dar la impresión de estar sin aliento, como quien llega del aire libre, y el pellizco del frío en el rostro, y el odio en el fondo de su mente. Estaba en una callejuela, entre andamios bajos, que se cerraba sobre ella como un largo y estrecho túnel. Pasó ante una galería de arte llena de autorretratos de un joven rubio, desagradable, de gafas, y ante otra, cercana a la primera, con paisajes idealizados en que el muchacho no entraría jamás. Las pintadas chillaban delante de ella, pero no logró entender una palabra hasta que leyó «Jodida América». «Gracias por la traducción», pensó. Volvía a estar en un espacio abierto, subiendo unos escalones de cemento sobre los que se había echado arena para derretir la nieve, pero que aún eran resbaladizos bajo los pies. Llegó al último y vio las puertas de cristal de la biblioteca de la universidad a su izquierda. Las luces permanecían encendidas en el café de los estudiantes. Rachel y un muchacho estaban sentados junto a la ventana, tensos. Dejó atrás el primer poste totémico de mármol y se encontró en el paseo arbolado, muy por encima de la carretera que llevaba al lado opuesto. Ya la sala de conferencias se alzaba ante ella, su piedra de color de fresa se tornaba carmesí violento por la luz de los focos. Los coches iban subiendo; los primeros componentes del público llegaban, trepando los cuatro peldaños de la entrada del frente, deteniéndose para estrecharse las manos y felicitarse los unos a los otros por su enorme eminencia. Una pareja de funcionarios de seguridad examinaba superficialmente los bolsos de las mujeres. Ella siguió andando. «La verdad te hará libre.» Dejó atrás el segundo poste totémico, acercándose a la escalera por la que podría bajar.

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