Hizo un montón con sus viejas ropas y las metió en la maleta, junto con su vieja mochila y sus gafas. «Espera aquí, pero mira hacia la carretera -dijo él-. Encenderá una luz roja dos veces.» Hacía menos de cinco minutos que él se había marchado cuando la vio titilar al otro lado de los árboles. «¡Albricias, un amigo al fin!»
26
El Jalil la cogió por el brazo y casi la arrastró hasta el brillante coche nuevo, porque ella sollozaba y temblaba tanto que no era capaz de andar normalmente. Después de las humildes ropas de un conductor de furgoneta, él daba la sensación de haberse puesto el disfraz completo del intachable gerente alemán: abrigo negro ligero, camisa y corbata, cabello cepillado y peinado hacia atrás. Abriendo la puerta, se quitó el abrigo y cubrió con él solícitamente los hombros de la muchacha, como si se tratara de un animal enfermo. Ella no tenía la menor idea de cómo él esperaba que se comportase, pero se le veía menos impresionado que respetuoso de su estado. El motor ya estaba en marcha. Puso la calefacción en su punto máximo.
- Michel estaría orgulloso de ti -dijo él amablemente, y la observó durante un instante a la luz del interior del coche.
Ella inició una respuesta, pero en lugar de completarla volvió a romper en sollozos. El hombre le tendió un pañuelo, que ella cogió con las dos manos, retorciéndolo entre los dedos, mientras las lágrimas caían y caían. Le permitieron hablar al llegar a la parte baja de la colina boscosa.
- ¿Qué ocurrió? -susurró.
- Has obtenido una gran victoria para nosotros. Minkel murió al abrir la cartera. Se informó que otros amigos del sionismo estaban gravemente heridos. Aún los están contando. -Se expresaba con brutal satisfacción-. Hablan de atropello. Conmoción. Asesinato a sangre fría. Deberían visitar Rashideyeh algún día. Invito a toda la universidad. Hay que reunirlos en los refugios y acribillarlos a medida que salgan. Hay que quebrarles los huesos y obligarlos a mirar cómo se tortura a sus hijos. Mañana el mundo entero leerá que los palestinos no se convertirán en los pobres negros de Sión.
La calefacción era potente, pero no bastaba. Se acurrucó más en el abrigo de él. Las solapas eran de terciopelo y ella percibía el olor característico de las prendas nuevas.
- ¿Quieres contarme cómo fue? -preguntó él.
La muchacha negó con la cabeza. Los asientos eran mullidos y suaves; el motor estaba silencioso. Escuchó, pero no oyó ningún otro coche. Miró el retrovisor. Nada detrás, nada al frente. ¿Cuándo lo hubo? Tomó conciencia de los ojos oscuros de El Jalil, que la observaban.
- No te preocupes. Te cuidaremos. Te lo prometo. Me alegra que sientas pesar. Otros, cuando matan, ríen y se consideran vencedores. Se emborrachan, se arrancan las ropas como animales. Yo he visto todo eso. Pero tú…, tú sollozas. Eso es muy bueno.
La casa estaba junto a un lago y el lago en un valle profundo. El Jalil pasó por delante dos veces antes de volver al camino, y sus ojos, al mirar a los lados, eran los ojos de Joseph, oscuros y resueltos y omnividentes. Se trataba de una cabaña moderna, el segundo hogar de un hombre rico. Tenía paredes blancas y ventanas árabes y un tejado rojo en pendiente, en el que la nieve no podía asentarse. El garaje estaba unido a la casa y sus puertas se encontraban abiertas. Cuando hubieron entrado, se cerraron. El paró el motor y extrajo de la chaqueta una pistola automática de largo cañón. El Jalil, el tirador manco. Ella permaneció en el automóvil, contemplando la leña apilada junto al muro posterior. El hombre abrió la puerta del lado de la muchacha.
- Ve detrás de mí. A tres metros, no más cerca.
Una puerta metálica lateral se abría a un pasillo interior. Esperó, y luego echó a andar tras él. Las luces del salón ya estaban encendidas y había leña ardiendo en el hogar. Sofá tapizado en piel de potro. Muebles rústicos. Una mesa de troncos puesta para dos. En un cubo de hielo, con su correspondiente pie de hierro forjado, una botella de vodka.
- Espera aquí -dijo él.
La muchacha se detuvo en el centro del salón, sosteniendo el bolso con ambas manos, mientras él recorría la casa, habitación por habitación, tan silenciosamente que ella sólo oía las puertas de los armarios al abrirse y cerrarse. Empezó a temblar otra vez, vio-lentamente. El regresó al salón, dejó su arma a un lado, se dejó caer en cuclillas ante el fuego y se dedicó a atizarlo para elevar la llama. «Mantener a raya a los animales -pensó ella, observándole-. Y el cordero a salvo.» El fuego crepitó y ella se sentó delante, en el sofá. El hombre conectó la televisión. Se veía una película en blanco y negro, transmitida desde la taberna de lo alto de la colina. Bajó el sonido. Fue a situarse ante ella.
- ¿Querrías un poco de vodka? -preguntó con amabilidad-. Yo no bebo, pero a ti quizá te agrade.
Quería, de modo que él le sirvió un poco, demasiado.
- ¿Quieres fumar?
Le alcanzó una cigarrera de piel y le dio lumbre.