Читаем La Cúpula полностью

– Vete a casa, Junior. Tienes que estar afectado.

– Sí, señor, lo estoy. Y creo que lo conseguiré. Descansar, quiero decir.

– Tenía un paquete de cigarrillos en el bolsillo cuando el reverendo Coggins me sumergió -dijo Randolph en un nostálgico tono de recuerdo. Pasó un brazo por los hombros de Junior mientras caminaban hacia la puerta. El joven mantuvo su expresión de respeto y atención, aunque el peso de ese brazo enorme le daba ganas de gritar. Era como llevar una corbata de carne-. Se deshicieron, por supuesto. Y nunca volví a comprar otro paquete. Salvado de la hierba del demonio por el Hijo de Dios. ¿Qué te parece esa gracia divina?

– Espectacular -logró decir Junior.

– Brenda y Angie serán las que más atención reciban, desde luego, y es natural. Una ciudadana prominente y una joven con toda la vida por delante. Pero el reverendo Coggins también tenía sus seguidores. Por no hablar de la numerosa congregación que tanto lo quería.

Junior veía la mano de dedos rechonchos de Randolph con el rabillo del ojo. Se preguntó qué haría el jefe de policía si de repente volviera la cabeza y se los mordiera. Si le arrancara de un mordisco esos dedos, tal vez, y los escupiera en el suelo.

– No se olvide de Dodee. -No tenía ni idea de por qué lo había dicho, pero funcionó. La mano de Randolph cayó de su hombro. El hombre parecía conmocionado. Junior se dio cuenta de que sí se había olvidado de Dodee.

– Ay, Dios mío -dijo Randolph-. Dodee. ¿Alguien ha llamado a Andy para decírselo?

– No lo sé, señor.

– ¿Tu padre no lo habrá hecho?

– Ha estado muy liado.

Eso era cierto. Big Jim estaba en casa, en su estudio, preparando su discurso para la asamblea municipal del jueves por la noche. El que pronunciaría justo antes de que los vecinos votaran los poderes que tendrían los concejales en el gobierno de emergencia que se instauraría hasta que terminase la crisis.

– Será mejor que le llame -dijo Randolph-. Aunque quizá sería mejor que antes rezara por ellos. ¿Quieres arrodillarte conmigo, hijo?

Junior habría preferido verterse líquido de mechero en los pantalones y prenderse fuego en las pelotas, pero no lo dijo.

– Habla con Dios a solas, y le oirás responder con más claridad. Es lo que dice siempre mi padre.

– De acuerdo, hijo. Es un buen consejo.

Antes de que Randolph pudiera decir nada más, Junior salió raudo de allí, primero del despacho, luego de la comisaría. Se fue a casa caminando, absorto en sus pensamientos, lamentándose por las amigas que había perdido y preguntándose si podría encontrar a alguna otra. Tal vez más de una.

Bajo la Cúpula, todo tipo de cosas eran posibles.

15

Pete Randolph sí que intentó rezar, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza. Además, el Señor ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos. No creía que la Biblia dijera eso, pero de todas formas era cierto. Marcó el número del móvil de Andy Sanders, que figuraba en una lista de teléfonos que colgaba de una chincheta en el tablón de anuncios de la pared. Deseó que no le respondiera nadie, pero el concejal contestó al primer tono; ¿acaso no ocurría eso siempre?

– Hola, Andy. Soy el jefe Randolph. Tengo una noticia algo dura para ti, amigo. Quizá sea mejor que te sientes.

Fue una conversación difícil. Endemoniada, de hecho. Cuando por fin terminó, Randolph se quedó sentado, tamborileando con los dedos sobre su escritorio. Pensó (de nuevo) que no lamentaría demasiado si Duke Perkins todavía estuviera sentado tras esa mesa. Puede que no lo lamentara en absoluto. Había resultado ser un trabajo mucho más duro y sucio de lo que había imaginado. La obligación de solucionar tantos follones no compensaba el hecho de tener un despacho privado. Ni siquiera el coche verde de jefe de policía lo compensaba; cada vez que se ponía al volante y su trasero se colocaba en el hueco que las carnosas ancas de Duke habían dejado antes que él, pensaba lo mismo: No estás a la altura.

Sanders iba a pasarse por allí. Quería vérselas con Barbara. Randolph había intentado disuadirlo, pero justo cuando estaba sugiriéndole que haría mejor en emplear su tiempo arrodillándose para rezar por las almas de su esposa y su hija (y pedir fuerzas para soportar su cruz, desde luego), Andy cortó la conversación telefónica.

Randolph suspiró y marcó otro número. Después de dos tonos, la malhumorada voz de Big Jim resonó en su oído:

– ¿Qué? ¡¿Qué?!

– Soy yo, Jim. Sé que estás trabajando y siento muchísimo interrumpirte, pero ¿podrías venir? Necesito ayuda.

16

Los tres niños estaban inmóviles en la luz casi abismal de la tarde, bajo un cielo que a esas horas se había decidido por un tinte amarillento, y miraban al oso muerto que había al pie del poste de teléfonos. El poste estaba peligrosamente torcido. A poco más de un metro de su base, la madera con creosota estaba astillada y embadurnada de sangre. Y también de otras cosas. Algo blanco que Joe supuso que serían fragmentos de hueso. Algo grisáceo y harinoso que tenía que ser cerebr…

Перейти на страницу:

Похожие книги