Usó el culo del vaso para machacar las pastillas y asegurarse de que todas causaban efecto al mismo tiempo. Como un martillazo en la cabeza de un buey. Solo tenía que tumbarse en la cama, cerrar los ojos, y luego buenas noches, dulce farmacéutico, que un coro de ángeles te acompañe hacia el descanso celestial.
Era la voz de Coggins, en su tono más sombrío y declamatorio. Andy hizo una pausa en el proceso de machacado de las pastillas.
– Sandeces -susurró Andy, que siguió moliendo las pastillas-. Tú enseguida corriste a meter el hocico en el comedero, como todos nosotros. ¿Por qué iba a creerte?
– No -respondió Andy-. Y eso tampoco eres tú. Es una parte de mi mente que se comporta con cobardía. Ha intentado dirigirme toda la vida. Así es como Big Jim se adueñó de mi voluntad. Así es como me metí en este lío de las anfetaminas. No necesitaba el dinero, ni siquiera soy capaz de asimilar semejantes cantidades de dinero, pero no sabía cómo decir no. Pero ahora puedo decirlo. No, señor. No me queda nada por lo que vivir, y quiero irme. ¿Tienes algo que decir al respecto?
Parecía que Lester Coggins se había quedado sin palabras. Andy acabó de reducir las pastillas a polvo y llenó el vaso de agua. Vertió el polvo rosa en el vaso usando el costado de la mano y luego lo revolvió todo con el dedo. Lo único que se oía eran las llamas y los gritos amortiguados de los hombres que intentaban extinguirlas desde arriba, el bum-bum-bum de los hombres que caminaban por el tejado.
– De un trago -dijo… pero no bebió.
Tenía la mano en el vaso, sin embargo esa parte cobarde de su ser, esa parte que no quería morir a pesar de que no le quedaba nada importante por lo que vivir, fue incapaz de moverlo.
– No, esta vez no vas a ganar -dijo, pero soltó el vaso para poder secarse con la colcha el sudor que le corría por la cara-. No ganas siempre, y no vas a ganar ahora.
Se llevó el vaso a los labios. Una dulce promesa de olvido flotaba en su interior. Pero volvió a dejarlo en la mesita de noche.
Esa parte cobarde aún lo dominaba. Maldita fuera.
– Envíame una señal, Señor -susurró-. Envíame una señal para que sepa que puedo beber esto. Aunque solo sea porque es la única forma que tengo de salir de este pueblo.
En el edificio de al lado, el tejado del
– ¡Estad listos, chicos, estad listos, joder!
«Estad listos.» Esa era la señal, sin duda. Andy Sanders levantó el vaso de la muerte de nuevo, y esta vez la parte cobarde de su ser no se lo pudo impedir. La parte cobarde parecía haberse rendido.
En su bolsillo, su móvil hizo sonar las primeras notas de «You're Beautiful», una mierda de canción sentimental que había elegido Claudie. Por un instante estuvo a punto de beber el contenido del vaso, pero entonces una voz le susurró que aquello también podía ser una señal. No sabía si era la voz de su parte cobarde, o la de Coggins, o la de su corazón. Y puesto que no lo sabía, contestó a la llamada.
– ¿Señor Sanders? -Era la voz de una mujer, cansada, desdichada y asustada. Andy la identificó-. Soy Virginia Tomlinson, del hospital.
– ¡Ginny, claro! -exclamó con su habitual tono alegre y servicial. Era muy raro.
– Me temo que tenemos un problema. ¿Puede venir?
La luz logró atravesar la confusa oscuridad de la cabeza de Andy. Lo llenó de sorpresa y gratitud. Alguien le había preguntado «¿Puede venir?». ¿Había olvidado lo bien que le hacían sentir esas cosas? Supuso que sí, pero ese era el motivo que lo había impulsado a presentarse al cargo de concejal en primera instancia. Ese y no el mero hecho de poseer cierto poder; aquello era cosa de Big Jim. Tan solo quería echar una mano. Así era como había empezado; y quizá como iba a acabar.
– ¿Señor Sanders? ¿Está ahí?
– Sí. Tranquila, Ginny. Llego enseguida. -Hizo una pausa-. Y no me llames señor Sanders. Soy Andy. Esto nos afecta a todos, lo sabes.