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– Mi estado actual no le concierne. Permítame que le dé un consejo, señor Barbara: si usted deja de tomarme el pelo, yo no se lo tomaré a usted. Lo que debería preocuparle es su estado actual. Quizá de momento esté bien, pero eso podría cambiar. En cuestión de minutos. Mire, estoy pensando en ordenar a mis chicos que le hagan el submarino. Es más, lo estoy pensando muy seriamente. De modo que es mejor que confiese esos asesinatos. Ahórrese un montón de dolor y de problemas.

– Creo que no. Y si me torturan, tal vez empiece a hablar de todo tipo de cosas. Supongo que debería tener eso en mente cuando decida quién quiere que esté en la habitación cuando empiece a hablar.

Rennie pensó en eso. Aunque iba hecho un pincel, sobre todo para ser tan temprano, tenía mal color de cara y círculos púrpura alrededor de los ojos. No tenía buen aspecto. Si Big Jim caía muerto en ese preciso instante, Barbie preveía dos posibles escenarios. En uno de ellos el feo ambiente político de Chester's Mills se calmaba sin que se produjeran más altercados. En el otro se desataba un caótico baño de sangre en el que la muerte de Barbie (probablemente por linchamiento, más que ante un pelotón de fusilamiento) era seguida por una purga de sus supuestos cómplices de conspiración. Julia podría ser la primera de la lista. Y Rose la segunda; la muchedumbre asustada creía a pie juntillas en la culpa por asociación.

Rennie se volvió hacia Thibodeau.

– Aléjate un poco, Carter. Quédate en la escalera, por favor.

– Pero si intenta agarrarle…

– Entonces lo matarías. Y lo sabe. ¿Verdad, señor Barbara?

Barbie asintió.

– Además, no pienso acercarme más. Por este motivo quiero que te alejes un poco. Vamos a mantener una conversación privada.

Thibodeau obedeció.

– Dígame, señor Barbara, ¿de qué cosas hablaría?

– Lo sé todo sobre el laboratorio de metanfetaminas -dijo Barbie en voz baja-. El jefe Perkins lo sabía y estaba a punto de detenerlo. Brenda encontró el archivo en el ordenador. Por eso usted la mató.

Rennie sonrió.

– Es una fantasía ambiciosa.

– Al fiscal general del estado no se lo parecerá, dado su móvil. No se trata de un laboratorio cutre en una caravana; estamos hablando de la General Motors de las metanfetaminas.

– Antes de que acabe el día -dijo Rennie-, el ordenador de Perkins será destruido. Y el de su mujer también. Supongo que habrá una copia de ciertos papeles en la caja fuerte de Duke (sin importancia, por supuesto; un montón de basura tendenciosa recopilada con fines políticos, el fruto de la mente de un hombre que siempre me odió); en tal caso, la caja fuerte se abrirá y los documentos serán quemados. Por el bien del pueblo, no el mío. Estamos en una situación de crisis. Tenemos que mantenernos unidos.

– Brenda pasó una copia de ese archivo antes de morir.

Big Jim sonrió y mostró una doble hilera de pequeños dientes.

– Una fabulación merece otra, señor Barbara. ¿Quiere que fabule yo también?

Barbie extendió las manos con las palmas hacia arriba: Faltaría más, adelante.

– En mi fabulación, Brenda viene a verme y me cuenta lo mismo. Me dice que le ha dado la copia de la que habla a Julia Shumway. Pero sé que es una mentira. Tal vez tuvo la intención de hacerlo, pero no lo hizo. Y aunque fuera cierto… -Se encogió de hombros-. Sus partidarios quemaron el periódico de Julia anoche. Fue una mala decisión por su parte. ¿O acaso fue idea suya?

Barbara repitió:

– Hay otra copia. Sé dónde está. Si me torturan, confesaré dónde se encuentra. A voz en grito.

Rennie se rió.

– Se expresa con gran sinceridad, señor Barbara, pero me he pasado toda la vida regateando, y reconozco un farol cuando lo oigo. Tal vez debería ordenar que lo ejecutaran sumariamente y listo. El pueblo lo celebraría.

– ¿Hasta qué punto lo celebraría si antes usted no descubriera a mis cómplices de conspiración? Incluso Peter Randolph podría cuestionar la decisión, y eso que no es más que un lameculos estúpido y miedoso.

Big Jim se puso en pie. Sus mejillas sebosas se habían teñido del color del ladrillo viejo.

– No sabe con quién está jugando.

– Claro que sí. Me cansé de ver a tipos de su calaña en Iraq. Llevaban turbante en lugar de corbata, pero por lo demás eran iguales. Incluso en lo que se refiere a ese montón de chorradas sobre Dios.

– Bueno, me ha convencido para que no lo torturemos con el submarino -dijo Big Jim-. Y es una pena, porque tenía ganas de verlo en persona.

– No me cabe duda.

– De momento lo dejaremos en esta celda tan acogedora, ¿de acuerdo? No creo que vaya a comer mucho, porque si come no podrá pensar. ¿Quién sabe? Si le da por el pensamiento constructivo, tal vez se le ocurran mejores motivos para que le permita seguir con vida. Los nombres de la gente del pueblo que está contra mí, por ejemplo. Una lista completa. Le doy cuarenta y ocho horas. Entonces, si no me convence de lo contrario, será ejecutado en la plaza del Monumento a los Caídos, ante todo el pueblo. Servirá de ejemplo para los demás.

– De verdad que no tiene muy buen aspecto, concejal.

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