También se sentía dolido, muy a su pesar. Porque Jackie Wettington, a quien reconoció como ex militar la primera vez que la vio (en parte por el corte de pelo, pero sobre todo por su porte), lo había decepcionado. Le resultó fácil asimilar la indignación de Henry Morrison. Sin embargo lo de Jackie era más difícil. Y la otra mujer policía, la que estaba casada con Rusty Everett, lo miraba como si fuera un animal raro o un bicho con aguijón. Había albergado ciertas esperanzas de que al menos algunos de los agentes oficiales…
– Come y calla -le ordenó Thibodeau desde la escalera-. Lo hemos preparado con todo el cariño para ti. ¿Verdad, chicas?
– Así es -convino Linda. Hizo una mueca apenas perceptible con la boca. Las comisuras de los labios se curvaron hacia abajo. Fue algo más que un tic, pero a Barbie le dio un vuelco el corazón. Creyó que Linda estaba fingiendo. Quizá era creer demasiado, pero…
Linda se movió un poco y se interpuso en la línea de visión entre Thibodeau y Jackie… aunque en realidad no había ninguna necesidad. El chico estaba muy atareado intentando mirar por debajo de su vendaje.
Jackie miró hacia atrás para asegurarse de que tenía vía libre, entonces señaló el cuenco, levantó las manos con las palmas hacia arriba y enarcó las cejas:
Él asintió.
– Disfruta del desayuno, imbécil -le espetó Jackie-. Ya te traeremos algo mejor a mediodía. Quizá una hamburguesa con meados.
Thibodeau soltó una carcajada desde la escalera, donde se estaba arreglando el vendaje.
– Eso si te queda algún diente -añadió Linda. No sonó despiadada, ni siquiera enfadada. Solo pareció asustada: una mujer que prefería estar en cualquier otra parte antes que ahí. Sin embargo, Thibodeau no se dio cuenta. Seguía analizando el estado del hombro.
– Venga -dijo Jackie-. No quiero ver cómo engulle.
– ¿Están demasiado secos? -preguntó Thibodeau. Se puso en pie mientras las mujeres recorrían el pasillo que había entre las celdas y la escalera. Linda guardó la pistola-. Porque si es así… -Carraspeó con fuerza para arrancarse las flemas.
– Ya me las arreglo -dijo Barbie.
– Claro que sí -replicó Thibodeau-. De momento. Luego ya veremos.
Subieron por la escalera. Thibodeau, que iba el último, le dio una palmada en el trasero a Jackie. Ella se rió y le dio un inocente manotazo. Era buena, mucho mejor que Linda. Pero ambas acababan de demostrar que tenían agallas. Muchas agallas.
Barbie cogió el moco y lo tiró hacia la esquina en la que había meado. Se limpió la mano con la camisa. Luego hurgó en los cereales y, en el fondo, encontró un trozo de papel.
«Intenta aguantar hasta mañana por la noche. Si podemos sacarte, ve pensando en algún lugar seguro. Ya sabes qué hacer con esto.»
Barbie lo hizo.
25
Una hora después de haberse comido la nota y los cereales, oyó unos pasos que descendían lentamente por la escalera. Era Big Jim Rennie, vestido de traje y corbata, listo para empezar otro día al frente del gobierno bajo la Cúpula. Entró seguido de Carter Thibodeau y de otro tipo, uno de los Killian, a juzgar por la forma de la cabeza. El muchacho llevaba una silla que le creaba bastantes problemas; era lo que los yanquis de antaño habrían llamado un «garrulo». Le dio la silla a Thibodeau, que la puso frente a la celda, al final del pasillo. Rennie se sentó, pero antes se subió las perneras con sumo cuidado, para no arrugar la raya.
– Buenos días, señor Barbara. -Había cierto matiz de satisfacción en el uso de aquel tratamiento civil.
– Concejal Rennie -dijo Barbie-. ¿Qué puedo hacer por usted aparte de darle mi nombre, mi rango y número de serie… que no estoy seguro de poder recordar?
– Confesar. Ahorrarnos unos cuantos problemas y aliviar las penas de su propia alma.
– Anoche el señor Searles mencionó la tortura del submarino -dijo Barbie-. Me preguntó si la había visto en Iraq.
Rennie esbozó una sonrisa que parecía decir «Cuéntame más, los animales que hablan son muy interesantes».
– De hecho, sí. No tengo ni idea de la frecuencia con la que se utilizó esta técnica en el campo de batalla, los informes discrepaban, pero fui testigo de su uso en dos ocasiones. Uno de los hombres acabó hablando, aunque su confesión no sirvió de nada. El hombre al que identificó como fabricante de bombas de Al-Qaida resultó ser un maestro que había huido hacia Kuwait catorce meses antes. El otro hombre al que se le practicó el submarino tuvo una convulsión y sufrió daños cerebrales, por lo que no pudimos obtener ninguna confesión de él. Aunque en caso de que hubiera sido capaz de hablar, estoy seguro de que habría confesado. Todo el mundo canta cuando se le somete al submarino, por lo general en cuestión de minutos. Estoy seguro de que yo también lo haría.
– Pues ya sabe cómo ahorrarse todo ese dolor -replicó Big Jim.
– Parece cansado, señor. ¿Se encuentra bien?
La pequeña sonrisa fue sustituida por una expresión ligeramente ceñuda. Surgía de la profunda arruga que había entre las cejas de Rennie.