– Bueno -dijo el Chef-. Ponte al volante. Pero antes pásame eso.
Le había dado a Andy el mando del garaje para que se lo guardara, y el concejal se lo devolvió.
– ¿A la funeraria?
El Chef lo miró como si estuviera loco.
– Nos vamos a la emisora de radio. Ahí es donde aparecerá Jesucristo cuando regrese.
– En Halloween.
– Así es -dijo el Chef-. O quizá antes. Mientras tanto, ¿me ayudarás a enterrar a esta hija de Dios?
– Por supuesto -respondió Andy. Luego añadió con timidez-: Tal vez antes podríamos fumar un poco más.
El Chef se rió y le dio una palmada en el hombro.
– Te gusta, ¿verdad? Lo sabía.
– Es un medicamento para la melancolía -añadió Andy.
– Tienes razón, hermano. Tienes toda la razón.
21
Barbie estaba en la cama, esperando el amanecer y lo que llegara luego. Durante el tiempo que estuvo destinado en Iraq se había entrenado a sí mismo para no preocuparse por lo que llegara luego, y aunque en el mejor de los casos era una habilidad limitada, había logrado dominarla hasta cierto punto. Al final, solo había dos reglas para convivir con el miedo (creía que vencer el miedo era un mito), y las repetía para sus adentros mientras esperaba.
La segunda regla implicaba que debía administrar con sumo cuidado todos los recursos y llevar a cabo la planificación con ellos en mente.
Tenía un recurso escondido en el colchón: su navaja del ejército suizo. Era pequeña, solo tenía dos hojas, pero incluso con la pequeña podría degollar a un hombre. Era muy afortunado de tenerla y lo sabía.
Fueran cuales fuesen los procedimientos sobre el ingreso de detenidos que hubiera seguido Howard Perkins, estos habían desaparecido desde su muerte y el ascenso de Peter Randolph. Las conmociones que había sufrido el pueblo en los últimos cuatro días habrían dejado fuera de combate a cualquier cuerpo de policía, supuso Barbie, pero en el caso de Chester's Mills había algo más. El problema era que Randolph era un hombre estúpido y chapucero, y en cualquier burocracia la tropa seguía el ejemplo del hombre que estaba al mando.
Le habían tomado fotografías y las huellas dactilares, pero pasaron cinco horas hasta que Henry Morrison, con aspecto cansado y asqueado, bajó a los calabozos y se detuvo a dos metros de la celda de Barbie. Fuera de su alcance.
– ¿Has olvidado algo? -preguntó Barbie.
– Vacía los bolsillos y échalo todo al pasillo -le ordenó Henry-. Luego quítate los pantalones y hazlos pasar entre los barrotes.
– Si lo hago, ¿me darás algo para beber para que no tenga que sorber de la taza del váter?
– ¿De qué hablas? Junior te ha traído agua. Yo mismo lo he visto.
– Le ha echado sal.
– Vale. Pues sí. -Pero Henry no las tenía todas consigo. Quizá aún quedaba un rastro de inteligencia humana en algún lugar-. Haz lo que te he dicho, Barbie. Barbara, quiero decir.
Barbie vació los bolsillos: la cartera, las llaves, las monedas, un pequeño fajo de billetes y la medalla de san Cristóbal que llevaba como amuleto de buena suerte. Por entonces la navaja del ejército suizo ya estaba oculta en el colchón.
– Por mí puedes llamarme Barbie cuando me pongáis una soga alrededor del cuello y me ahorquéis. ¿Es eso lo que tiene en mente Rennie? ¿Ahorcarme? ¿O será un pelotón de fusilamiento?
– Cierra el pico y mete los pantalones entre los barrotes. La camisa también. -Hablaba como un matón de pueblo, pero Barbie creía que parecía más inseguro que nunca, lo cual era una buena noticia. No estaba mal para empezar.
Bajaron dos de los nuevos policías niñatos. Uno sostenía un bote de spray de pimienta Mace; el otro una pistola de electrochoque Taser.
– ¿Necesita ayuda, agente Morrison? -preguntó uno de ellos.
– No, pero podéis quedaros ahí, al pie de la escalera, y vigilarlo hasta que yo haya acabado -respondió Henry.
– No he matado a nadie -dijo Barbie en voz baja y con toda la sinceridad de que fue capaz-. Y creo que lo sabes.
– Lo que sé es que más vale que cierres el pico, a menos que quieras que te hagamos un enema con la Taser.
Henry estaba hurgando en la ropa, pero no le había pedido que se quitara los calzoncillos y se abriera de piernas. Lo cacheaba tarde y mal, pero Barbie le reconoció cierto mérito por haberse acordado; había sido el único.
Cuando Henry acabó, dio una patada a los vaqueros -bolsillos vacíos y cinturón requisado- hacia los barrotes.
– ¿No me devuelves el medallón?
– No.
– Henry, piénsalo bien. ¿Por qué iba a…?
– Cierra el pico.
Henry se abrió paso entre los dos niñatos con la cabeza gacha y los efectos personales de Barbie en las manos. Los chicos lo siguieron, pero uno se detuvo el tiempo justo para lanzar una sonrisa burlona a Barbie y pasarse un dedo por el cuello.