Andi llegó lo bastante pronto para poder elegir asiento y escogió uno en la tercera fila desde el estrado, junto al pasillo central. Por delante de ella, en la segunda fila, estaban Carolyn Sturges y los pequeños Appleton. Los niños miraban todo y a todo el mundo fijamente y con los ojos muy abiertos. El chiquillo sostenía algo que parecía una galletita integral.
Linda Everett fue otra de las que llegaron temprano. Julia le había explicado a Andi que habían detenido a Rusty (era completamente absurdo) y sabía que su mujer debía de estar destrozada, pero lo ocultaba muy bien tras el maquillaje y un bonito vestido con grandes bolsillos de parche. Dado el estado en que se encontraba ella (boca seca, dolor de cabeza, estómago revuelto), Andi admiró su valentía.
– Ven, siéntate conmigo, Linda -dijo al tiempo que daba unas palmaditas en el asiento de al lado-. ¿Cómo está Rusty?
– No lo sé -respondió Linda. Pasó frente a Andrea y se sentó. Algo que llevaba en esos divertidos bolsillos hizo ruido al chocar con la madera-. No me dejan verlo.
– Esa situación se rectificará -dijo Andrea.
– Sí -convino Linda con gravedad-. Se rectificará. -Después se inclinó hacia delante-. Hola, niños, ¿cómo os llamáis?
– Este es Aidan -dijo Caro-, y esta es…
– Yo me llamo Alice. -La niñita alargó una mano regia: de reina a fiel súbdita-. Yo y Aidan… Aidan y yo… somos Cupuérfanos. Quiere decir «Huérfanos de la Cúpula». Se lo ha inventado Thurston. Sabe hacer trucos de magia, como sacarte monedas de detrás de la oreja y cosas así.
– Vaya, parece que os ha ido la mar de bien -dijo Linda, sonriendo. No le apetecía sonreír; no había estado tan nerviosa en toda su vida. Pero «nerviosa» era una palabra demasiado suave. Estaba cagada de miedo.
15
A las seis y media, el aparcamiento de detrás del ayuntamiento ya estaba lleno. Después de eso se llenaron las plazas de Main Street, y también las de West y East Street. A las siete menos cuarto, incluso los aparcamientos de correos y del parque de bomberos estaban completos.
Big Jim había previsto la posibilidad de aglomeración, y Al Timmons, ayudado por algunos de los agentes más nuevos, había sacado al césped unos cuantos bancos del Salón de Veteranos. APOYA A NUESTRAS TROPAS, se leía grabado en algunos; ¡JUEGA AL BINGO!, en otros. También habían instalado unos grandes altavoces Yamaha a un lado y otro de la puerta principal.
Casi toda la fuerza policial del pueblo (y todos los agentes experimentados, salvo uno) estaba allí para mantener el orden. Cuando los últimos en llegar protestaron porque tenían que sentarse fuera (o quedarse de pie, cuando hasta los bancos del césped se hubieron llenado), el jefe Randolph les dijo que tendrían que haber llegado antes: si te duermes, te lo pierdes. Además, añadía, hacía una noche muy buena, agradable y calurosa, y más tarde seguramente disfrutarían de otra gran luna rosa.
– Agradable si no te molesta este olor -dijo Joe Boxer. El dentista estaba de un humor de perros desde la confrontación en el hospital a causa de esos gofres que había liberado-. Espero que lo oigamos todo bien a través de esos cacharros. -Señaló los altavoces.
– Lo oirán bien -dijo Randolph-. Los hemos traído del Dipper's. Tommy Anderson dice que son lo último de lo último, y los ha instalado él mismo. Imagínese que esto es un autocine pero sin la película.
– Me imaginaré que es un grano que me ha salido en el culo -exclamó Joe Boxer, luego cruzó las piernas y se frotó con nerviosismo la raya de los pantalones.
Junior los veía llegar desde su escondite en el Puente de la Paz, donde espiaba a través de una rendija entre los tablones. Se quedó pasmado al ver a tanta gente del pueblo en el mismo sitio y al mismo tiempo, y dio gracias por los altavoces. Así podría oírlo todo desde donde estaba, y en cuanto su padre hubiese entrado en materia, él iniciaría su maniobra.
Era imposible no ver la mole barriguda de su padre aun en la creciente penumbra. Además, el ayuntamiento estaba completamente iluminado y la luz de una de las ventanas proyectaba un rectángulo justo donde se encontraba Big Jim, en el límite del abarrotado aparcamiento. Carter Thibodeau estaba junto a él.
Big Jim no tenía la sensación de estar siendo observado; o, mejor dicho, tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba, lo cual venía a ser lo mismo. Consultó su reloj y vio que solo eran las siete. Su sentido político, agudizado a lo largo de muchísimos años, le decía que una reunión importante tenía que empezar siempre diez minutos tarde; más no, pero tampoco menos. Lo cual quería decir que era hora de que enfilara hacia la pista de rodaje. Llevaba consigo una carpeta en la que guardaba su discurso, pero en cuanto cogiera carrerilla no lo necesitaría. Sabía lo que iba a decir. Tenía la sensación de haber pronunciado el discurso ya en sueños la noche anterior, no una sino varias veces, y cada vez le había salido mejor.