– Sí. Mi padre dice que a la hierba le pasa algo. Dice que la hierba está mala porque el aire está malo. Aquí dentro no huele bien, ¿sabes? Huele a mierda.
– ¿Sí? -El tío del ejército parecía fascinado. Dio un par de golpes con su martillo encima de esos dos carteles que se daban la espalda, aunque ya parecían estar bien clavados.
– Sí. Mi madre se ha suicidado esta mañana.
El tío del ejército había levantado el martillo para dar otro golpe, pero volvió a bajar el brazo y lo dejó colgando a un lado.
– ¿Te estás quedando conmigo, chico?
– No. Se ha pegado un tiro en la mesa de la cocina. La he encontrado yo.
– Joder, eso es una putada. -El tío del ejército se acercó a la Cúpula.
– Cuando murió mi hermano, este domingo, lo llevamos al pueblo porque todavía estaba vivo, un poco, pero mi madre estaba más muerta que muerta, así que la hemos enterrado en la loma. Mi padre y yo. A ella le gustaba ese sitio. Era un sitio bonito antes de que todo se pusiera tan asqueroso.
– ¡Dios bendito, chico! ¡Has pasado un infierno!
– Sigo ahí -dijo Ollie, y, como si esas palabras hubieran accionado una válvula en algún lugar de su interior, empezó a llorar. Se levantó y se acercó a la Cúpula. El joven soldado y él estaban a menos de treinta centímetros, uno frente al otro. El soldado levantó la mano, se estremeció un poco cuando la descarga pasajera lo recorrió y luego lo abandonó. Puso la mano sobre la Cúpula, los dedos extendidos. Ollie levantó la suya y la apretó contra la Cúpula por su lado. Sus manos parecían tocarse, dedo con dedo y palma con palma, pero no lo hacían. Era un gesto inútil que al día siguiente sería repetido una y otra vez: cientos, miles de veces.
– Chico…
– ¡Soldado Ames! -vociferó alguien-. ¡Aleje de ahí su cochino culo!
El soldado Ames se sobresaltó como un niño al que han pillado robando mermelada.
– ¡Venga aquí ahora mismo! ¡A paso ligero!
– Aguanta ahí dentro, chico -dijo el soldado Ames, y corrió a recibir su regañina.
Ollie imaginaba que no sería más que una reprimenda, suponía que no se podía degradar a un soldado raso. Además, no iban a meterlo en la prisión militar o lo que fuera solo por hablar con uno de los animales del zoo.
Por un momento levantó la mirada hacia las vacas que ya no daban leche, que ya apenas comían hierba siquiera, y luego se sentó otra vez junto a su mochila. Buscó y encontró otra piedra buena, redondeada. Pensó en el esmalte descascarillado de las uñas de la mano extendida de su madre muerta, la que tenía al lado la pistola aún humeante. Después lanzó la piedra. Chocó contra la Cúpula y rebotó.
BONK. Silencio.
10
A las cuatro de la tarde de ese jueves, mientras en todo el norte de Nueva Inglaterra el cielo seguía cubierto y en Chester's Mills el sol caía como un foco empañado por el agujero con forma de calcetín que se abría en las nubes, Ginny Tomlinson fue a ver cómo se encontraba Junior. Le preguntó si necesitaba algo para el dolor de cabeza. El dijo que no, pero después cambió de opinión y pidió un poco de Tylenol o de Advil. Cuando la enfermera regresó y el chico cruzó la habitación para cogerlo. Ginny escribió en su historial: «Sigue presentando cojera, pero parece haber mejorado».
Cuando Thurston Marshall asomó la cabeza cuarenta y cinco minutos después, la habitación estaba vacía. Supuso que Junior había bajado a la sala de estar, pero, cuando fue allí a mirar, solo encontró a Emily Whitehouse, la paciente del ataque al corazón. Emily se estaba recuperando muy bien. Thurse le preguntó si había visto a un joven con el pelo rubio oscuro y que cojeaba un poco. La mujer dijo que no. Thurse volvió a la habitación de Junior y miró en el armario. Estaba vacío. El chico con un posible tumor cerebral se había vestido, se había saltado todo el papeleo y se había dado el alta él mismo.
11
Junior se fue a casa andando. La cojera desapareció por completo en cuanto sus músculos entraron en calor. Además, la sombra con forma de cerradura que flotaba en la parte izquierda de su campo visual encogió hasta convertirse en una bola del tamaño de una canica. A lo mejor al final resultaba que no le habían administrado una dosis completa de talio. Era difícil de decir. Sea como fuere, tenía que mantener la promesa que le había hecho a Dios. Si él se ocupaba de los pequeños Appleton, Dios se ocuparía de él.