Marta Edmunds, que a veces hace de canguro para los Everett, no se encuentra entre los peregrinos. Su ex marido vive en South Portland, pero duda que se presente, y ¿qué le diría si se presentara? ¿«Te estás retrasando con la pensión alimenticia, cabrón»? Sale por la Little Bitch en lugar de por la 119. La ventaja es que no tiene que caminar, va con su Acura (y pone el aire acondicionado a toda potencia). Su destino es la agradable casita donde Clayton Brassey ha pasado sus últimos años. Él es su tío bisabuelo segundo (o alguna chorrada por el estilo) y, aunque no está muy segura de su parentesco ni de su grado de separación, sí sabe que el viejo tiene un generador. Si todavía funciona, podrá ver la tele. También quiere asegurarse de que el tío Clayt sigue bien; o todo lo bien que se puede estar cuando se tienen ciento cinco años y el cerebro se te ha convertido en copos de avena Quaker.
No está bien. Clayton Brassey ya ha entregado el testigo de ser el habitante de mayor edad del pueblo. Está sentado en el salón, en su sillón preferido, con su orinal de esmalte desportillado en el regazo y el Bastón del
Marta dice:
– Oh, tío… Lo siento, pero seguramente ya era tu hora.
Entra en el dormitorio, saca una sábana limpia del armario y cubre al anciano con ella. El resultado se asemeja un poco a una pieza de mobiliario cubierta en una casa abandonada. Una cómoda alta, quizá. Marta oye el generador consumiendo combustible en la parte de atrás y piensa que qué demonios. Enciende el televisor, sintoniza la CNN y se sienta en el sofá. Lo que aparece en la pantalla casi consigue hacerle olvidar que está acompañada por un cadáver.
Es un plano aéreo tomado con un potente teleobjetivo desde un helicóptero que se cierne por encima del mercadillo de Motton, donde aparcarán los autobuses de las visitas. Los más madrugadores del interior de la Cúpula ya están allí. Detrás de ellos llega el
Un locutor no hace más que parlotear utilizando palabras como «maravilloso» y «sorprendente». La segunda vez que dice «Nunca había visto nada igual», Marta quita el sonido y piensa:
Al final tendrá tiempo de prepararse alguna cosilla. Marta encuentra galletitas saladas, mantequilla de cacahuete y (lo mejor de todo) tres botellas frías de Bud. Se lo lleva de vuelta al salón en una bandeja y se sienta.
– Gracias, tío -dice.
Aun sin sonido (sobre todo sin sonido), las imágenes yuxtapuestas son fascinantes, hipnóticas. Cuando la primera cerveza empieza a subírsele a la cabeza (¡qué felicidad!), Marta se da cuenta de que es como esperar que una fuerza irrefrenable se tope con un objeto inamovible, preguntándose si se producirá una explosión cuando se encuentren.
No muy lejos de la muchedumbre que se está reuniendo, en el montículo donde están cavando la tumba de su padre, Ollie Dinsmore se apoya en su pala y observa el gentío que se acerca: doscientos, después cuatrocientos, luego ochocientos. Ochocientos como mínimo. Ve a una mujer que lleva a un bebé a la espalda en una de esas mochilas para críos y se pregunta si está mal de la azotea, sacar a un niño tan pequeño con el calor que hace, sin un gorro siquiera para protegerle la cabeza. Los vecinos que van llegando se quedan de pie bajo el neblinoso sol, mirando y esperando con impaciencia los autobuses. Ollie piensa en lo lento y triste que será el paseo de vuelta, cuando la juerga haya terminado. Todo el trayecto hasta el pueblo bajo el calor abrasador de la tarde. Después retoma el trabajo que tiene entre manos.