– A todos no -dice Henry-, solo a los que no puedan volver por su propio pie. -Está pensando en Mabel y en la niña sofocada de esa tal Corso, pero para las tres de la tarde habrá más personas que no puedan volver caminando hasta el pueblo, por supuesto. Que no puedan dar un paso siquiera, quizá.
La mandíbula de Bill Allnut adopta todavía mayor rigidez; ahora su barbilla sobresale como la proa de un barco.
– ¡No, señor! Van a venir mis dos hijos y sus mujeres, eso me han dicho. Traen a los niños. No quiero perdérmelos. Además, no pienso dejar sola a mi señora. Está muy afectada.
A Henry le gustaría zarandear a ese hombre por su cerrazón (y estrangularlo por su egoísmo). En lugar de eso, le pide a Allnut las llaves y que le enseñe cuál abre el garaje. Después le dice que vuelva con su mujer.
– Lo siento, Henry -se disculpa el hombre-, pero tengo que ver 'mis hijos y nietos. Me lo merezco. Yo no he pedido que vinieran los cojos, los impedidos y los ciegos, y no tengo por qué pagar por su'stupidez.
– Sí, eres un buen americano, de eso no hay duda -dice Henry-. Fuera de mi vista.
Allnut abre la boca para protestar, cambia de opinión (puede que sea por algo que ha visto en la expresión del agente Morrison) y se aleja arrastrando los pies. Henry llama a Pamela a gritos y la chica no protesta cuando le dice que tiene que volver al pueblo, solo pregunta adonde, qué y por qué. Henry se lo explica.
– Vale, pero… ¿esos autobuses escolares tienen palanca de cambios manual? Porque yo solo sé conducir automáticos.
Henry le repite la pregunta a voz en grito a Allnut, que está de pie junto a la Cúpula con su mujer, Sarah, ambos observando con impaciencia la carretera vacía del otro lado del límite municipal de Motton.
– ¡El número dieciséis tiene cambio manual! -exclama Allnut en respuesta-. ¡Todos los demás son automáticos! ¡Y dile que tenga en cuenta el bloqueo de seguridad! ¡Los buses no arrancan a menos que el conductor se abroche el cinturón!
Henry despide a Pamela diciéndole que se dé toda la prisa que le permita la prudencia. Quiere ese autobús allí cuanto antes.
Al principio la gente está de pie junto a la Cúpula, escrutando con impaciencia la carretera vacía. Después la mayoría se sientan. Los que han llevado mantas las extienden. Algunos se protegen la cabeza del neblinoso sol con sus carteles. La conversación empieza a decaer, y a Wendy Goldstone se la oye con bastante claridad cuando le pregunta a su amiga Ellen dónde están los grillos: no se los oye cantar en la alta hierba.
– ¿O es que me he quedado sorda?
No, no está sorda. Los grillos están callados o muertos.
En el amplio (y agradablemente fresco) espacio central de los estudios de la WCIK resuena la voz de Ernie «The Barrel» Kellogg y el Delight Trio interpretando su «I Got a Telephone Call from Heaven and It Was Jesus on the Line». Los dos hombres que hay allí no los están escuchando; están viendo la televisión, tan paralizados por la imagen dividida de la pantalla como Marta Edmunds (que va por su segunda Bud y se ha olvidado completamente de que el cadáver del viejo Clayton Brassey sigue bajo la sábana). Tan paralizados como todos los habitantes de Estados Unidos y, sí, del resto del mundo.
– Míralos, Sanders -jadea el Chef.
– Eso hago -dice Andy. Tiene a CLAUDETTE en su regazo. El Chef le ha ofrecido también un par de granadas de mano, pero esta vez Andy las ha rechazado. Tiene miedo de tirar de la anilla de una y luego no poder reaccionar. Lo vio una vez en una película-. Es asombroso, pero ¿no crees que será mejor que nos preparemos para recibir a nuestras visitas?
El Chef sabe que Andy tiene razón, pero cuesta mucho apartar la mirada del ángulo de la pantalla en el que se ven los autobuses y el gran camión de la prensa que encabeza el desfile, enfocados desde el helicóptero. Reconoce todos los lugares por los que van pasando; resultan identificables incluso vistos desde arriba. Los visitantes ya están cerca.
– ¡Sanders!
– ¿Qué, Chef?
El Chef le ofrece una cajita de Sucrets.
– Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo, ni el grillo alivio alguno. No consigo recordar en qué libro sale eso.
Andy abre la cajita, ve los seis gruesos cigarrillos liados allí apretados y piensa:
– ¿Puedes darme un amén, Sanders?
– Amén.
El Chef apaga el televisor con el mando a distancia. Le gustaría ver llegar los autobuses (colocado o no, paranoico o no, las historias de felices reencuentros le gustan como al que más), pero esos hombres amargados podrían llegar en cualquier momento.
– ¡Sanders!
– Sí, Chef.