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Migrañas, decía el doctor Haskell. Lo único que sabía Junior era que le dolía como si se acabara el mundo y que la luz intensa lo empeoraba, sobre todo cuando la migraña estaba incubándose. A veces pensaba en las hormigas que Frank DeLesseps y él habían achicharrado cuando eran niños. Cogían una lupa y enfocaban los rayos de sol sobre ellas mientras entraban y salían del hormiguero. El resultado era un estofado de hormigas. La diferencia era que ahora, cuando empezaba a incubar uno de sus dolores de cabeza, su cerebro era el hormiguero y sus ojos se convertían en dos lupas.

Tenía veintiún años. ¿De verdad debía resignarse a convivir con aquello hasta que cumpliera los cuarenta y cinco, que era cuando el doctor Haskell le había dicho que las migrañas a lo mejor remitían?

Puede. Pero esa mañana no iba a detenerlo un dolor de cabeza. Podría haberlo detenido el hecho de ver el 4Runner de Henry McCain o el Prius de LaDonna McCain en el camino de entrada; en ese caso a lo mejor habría dado media vuelta, habría vuelto a su casa, se habría tomado otro Imitrex y se habría acostado en su habitación con las persianas bajadas y un paño frío en la frente. Y quizá habría sentido que el dolor empezaba a disminuir a medida que la migraña descarrilaba, aunque probablemente no. En cuanto esas arañas negras conseguían meter una pata…

Volvió a levantar la mirada, esta vez entrecerrando los ojos para que no le molestara esa luz odiosa, pero el Seneca ya no estaba, incluso el rumor del motor (también exasperante, todos los sonidos eran exasperantes cuando se presentaba una de esas malas putas) se había desvanecido. Chuck Thompson con algún aspirante a héroe o heroína del aire. Y aunque Junior no tenía nada contra Chuck -apenas lo conocía-, de repente deseó con una ferocidad infantil que su alumno la cagara pero bien y estrellara la avioneta.

Preferiblemente en mitad del concesionario de coches usados de su padre.

Otro latigazo de dolor restalló dentro de su cabeza, pero aun así subió los peldaños de la entrada de los McCain. Había que hacerlo. Hacía ya mucho que había que hacerlo, joder. Angie merecía que le dieran una lección.

Pero con una lección pequeña vale. No pierdas el control.

Le respondió, como si la hubiera invocado, la voz de su madre. Esa voz pagada de sí misma a más no poder. Junior siempre ha sido un niño con muy mal carácter, pero ahora lo controla muchísimo más. ¿A que sí, Junior?

Bueno. Vale. Lo había conseguido. El fútbol americano le había ayudado, pero ya no tenía el fútbol. Ya ni siquiera tenía la universidad. Solo tenía migrañas. Y hacían que se sintiera como un hijoputa miserable.

No pierdas el control.

No. Pero pensaba hablar con ella con dolor de cabeza o sin él.

Y, como solía decirse, a lo mejor tendría que dejar que su mano hablara por él. ¿Quién sabe? Si con eso Angie se sentía peor, tal vez él conseguía sentirse mejor.

Junior llamó al timbre.

<p>2</p>

Angie McCain acababa de salir de la ducha. Se puso un albornoz, se anudó el cinturón y después se envolvió el pelo mojado con una toalla.

– ¡Ya va! -gritó mientras bajaba casi al trote la escalera hacia la planta baja.

Sonreía un poco. Era Frankie, estaba prácticamente segura de que sería Frankie. Las cosas por fin empezaban a arreglarse. El cabrón del pinche (guapo pero aun así cabrón) se había marchado de la ciudad o iba a marcharse, y los padres de ella no estaban. Bastaba juntar esos dos datos para captar la señal divina de que las cosas empezaban a arreglarse. Frankie y ella podrían dejar atrás toda la mierda y volver a estar juntos.

Sabía exactamente cómo tenía que hacerlo: primero abriría la puerta y luego se abriría el albornoz. Allí mismo, a plena luz del día de ese sábado por la mañana, donde cualquiera que pasara podría verla. Primero se aseguraría de que fuera Frankie, claro. No tenía la menor intención de exhibirse ante el viejo y seboso señor Wicker si llamaba a la puerta con un paquete o una carta certificada, aunque aún faltaba por lo menos media hora para el reparto del correo.

No, era Frankie. Estaba segura.

Mientras abría la puerta, su suave sonrisa se ensanchaba en un gesto risueño de bienvenida, quizá no muy afortunado, pues tenía los dientes bastante apiñados y del tamaño de pastillas de chicle gigantes. Ya tenía la mano en el nudo del albornoz. Pero no lo desató. Porque no era Frankie. Era Junior, y parecía muy enfadado…

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