Le había visto antes esa expresión lúgubre -muchas veces, de hecho-, pero nunca tan lúgubre desde octavo, cuando Junior le rompió el brazo al hijo de los Dupree. Ese mariquita se había atrevido a mover su culito en pompa hasta la cancha de baloncesto de la plaza del pueblo y había preguntado si podía jugar. Angie suponía que el rostro de Junior había exhibido esa misma expresión tempestuosa aquella noche en el aparcamiento del Dipper's, pero, claro, ella no había estado allí, solo se lo habían contado. Todo el mundo en Mills se había enterado. El jefe Perkins la había llamado para hablar con ella, ese Barbie de las narices estaba allí, y al final también aquello se había sabido.
– ¿Junior? Junior, ¿qué…?
Entonces Junior la abofeteó, y ahí, en gran medida, todo pensamiento cesó.
3
A esa primera no le puso muchas ganas porque estaba en el umbral y no tenía bastante espacio para coger impulso; solo había podido echar el brazo atrás a medias. Tal vez no le habría pegado (al menos no para empezar) si no le hubiera recibido con esa sonrisa -Dios, pero qué dientes, ya en el colegio le daban grima- y si no lo hubiera llamado Junior.
Claro que en el pueblo todo el mundo lo llamaba Junior, incluso él pensaba en sí mismo como en Junior, pero no se había dado cuenta de lo mucho que lo detestaba, de que lo detestaba tanto que prefería ahogarse en una papilla de gusanos antes que oír cómo salía de entre las espeluznantes lápidas que tenía por dientes esa puta que tantos problemas le había causado. Su sonido le perforó la cabeza igual que el resplandor del sol cuando levantó la vista para mirar la avioneta.
Para ser una bofetada dada a medias, no había estado mal. Angie se tambaleó hacia atrás, se dio contra el poste del pie de la escalera y la toalla se le cayó de la cabeza. Unas greñas de pelo mojado color castaño se le quedaron pegadas en las mejillas; parecía Medusa. La sonrisa había sido reemplazada por una expresión de asombro y perplejidad, y Junior vio que le caía un hilillo de sangre de la comisura de la boca. Eso estaba bien. Más que bien. Esa puta se merecía sangrar por lo que había hecho. Tantos problemas, no solo para él, sino también para Frankie y Mel y Carter…
La voz de su madre en su cabeza:
Y realmente podría haberse limitado a eso, pero entonces a ella se le abrió el albornoz y Junior vio que iba desnuda. Vio esa mata de pelo oscuro encima del folladero, ese puto folladero piojoso que no daba más que problemas, joder, si te parabas a pensarlo esos folladeros eran los culpables de todos los putos problemas del mundo, y la cabeza le latía, le palpitaba, le martilleaba, se le aplastaba, se le hacía pedazos. Era como si en cualquier momento fuese a producirse una explosión termonuclear. Un pequeño y perfecto hongo atómico saldría disparado de cada oreja justo antes de que explotara todo lo que tenía por encima del cuello, y Junior Rennie, que no sabía que tenía un tumor cerebral -el viejo y decrépito doctor Haskell ni siquiera había considerado tal posibilidad en un joven recién salido de la adolescencia que, por lo demás, estaba completamente sano-, se volvió loco. No fue una buena mañana para Claudette Sanders ni para Chuck Thompson; a decir verdad, en Chester's Mills no fue una buena mañana para nadie.
Sin embargo, a pocos les fue tan mal como a la ex novia de Frank DeLesseps.
4
Ella tuvo dos pensamientos medio coherentes cuando se apoyó en el poste de la escalera y vio los ojos desorbitados de Junior y cómo se mordía la lengua: la mordía con tanta fuerza que hundía los dientes en ella.
Se volvió para correr del recibidor a la cocina, donde descolgaría el auricular del teléfono de pared, aporrearía el 911 y luego simplemente chillaría. Dio dos pasos, pero entonces tropezó con la toalla con la que se había envuelto el pelo. Enseguida recuperó el equilibrio -había sido animadora en el instituto y todavía conservaba ciertas habilidades-, pero ya era demasiado tarde. Su cabeza de pronto tiró de ella hacia atrás, y Angie vio volar sus pies por delante de ella. Junior la había agarrado del pelo.
Tiró de ella hasta tenerla contra su cuerpo. Estaba ardiendo, como si tuviera muchísima fiebre. Angie sentía el acelerado latido de su corazón: un-dos, un-dos, huyendo.
– ¡Zorra mentirosa! -le gritó al oído, clavándole una punzada de dolor hasta lo más profundo de su cabeza.