En realidad, el Puente de la Paz no era más que una pasarela peatonal cubierta que ya estaba destartalada y combada. Su verdadero nombre era Paso de Alvin Chester; se había convertido en el Puente de la Paz en 1969, cuando unos niños (en aquel momento habían corrido por el pueblo rumores sobre la identidad de los autores) habían pintado en un lado un gran símbolo de la paz de color azul. Allí seguía, pero ya no era más que un fantasma desvaído. El Puente de la Paz había estado clausurado durante los últimos diez años. Ambas entradas estaban cerradas por sendas X de cinta policial de PROHIBIDO EL PASO, pero aún se usaba, por supuesto. Dos o tres noches por semana, miembros de la Brigada Tocacojones del jefe Perkins enfocaban sus linternas allí dentro, siempre desde uno u otro lado, nunca desde ambos. No querían trincar a los chavales que iban allí a beber y a darse el lote, solo asustarlos. Todos los años, en la asamblea municipal, alguien proponía la demolición del Puente de la Paz, alguien proponía su restauración, y ambas propuestas quedaban siempre aplazadas. El pueblo, por lo visto, tenía un deseo secreto, y ese deseo secreto era que el Puente de la Paz se quedara tal como estaba.
Ese día, Junior Rennie se alegró de ello.
Se arrastró a lo largo de la orilla norte del Prestile hasta que estuvo debajo del puente -las sirenas de la policía ya casi no se oían, la alarma de la ciudad bramaba más fuerte que nunca- y trepó hasta Strout Lane. Miró en ambas direcciones, después pasó corriendo junto al cartel que decía SIN SALIDA, PUENTE CERRADO. Se agachó para pasar bajo la cruz de cinta amarilla e internarse en las sombras. El sol se abría camino a través de los agujeros del techo y dejaba caer monedas de luz sobre los gastados tablones de madera del suelo; después del resplandor de aquella cocina infernal, aquello era una oscuridad maravillosa. Las palomas zureaban entre las vigas. Esparcidas a lo largo de las paredes de madera había latas de cerveza y botellas de Allen's Coffee Flavored Brandy.
No, existía una tercera. Podía matarse.
Tenía que llegar a casa. Tenía que correr las cortinas de su habitación y convertirla en una cueva. Tomarse otro Imitrex, tumbarse, quizá dormir un poco. A lo mejor después sería capaz de pensar. ¿Y si iban a buscarlo mientras estaba dormido? Bueno, eso le ahorraría el problema de tener que escoger entre la Puerta #1, la Puerta #2 o la Puerta #3.
Junior cruzó la plaza principal del pueblo como si no pasara nada. Cuando alguien -un viejo al que solo reconoció vagamente- le cogió del brazo y le preguntó: «¿Qué ha pasado, Junior? ¿Qué sucede?», Junior se limitó a sacudir la cabeza, se quitó de encima la mano del viejo y siguió andando.
Detrás de él, la alarma de la ciudad bramaba como si fuera el fin del mundo.
CARRETERAS Y CAMINOS
1
En Chester's Mills había un periódico semanal que se llamaba
EL
Fund. 1890
Para servir a «¡El pequeño pueblo que parece una bota!»
Pero ese lema también era información engañosa. Chester's Mills no parecía una bota; parecía un calcetín de deporte de niño tan mugriento que podía tenerse solo en pie. Aunque limitaba por el sudoeste con Castle Rock (el talón del calcetín), mucho más grande y más próspero, en realidad Mills estaba rodeado por cuatro localidades mayores en superficie pero menores en población: Motton al sur y el sudeste; Harlow al este y el nordeste; el municipio no incorporado TR-90 al norte; y Tarker's Mills al oeste. A Chester's y Tarker's a veces se los conocía como los Mills Gemelos, y entre ambos -en los días en que los
Sin embargo, la última de esas rentables fábricas de contaminación cerró en 1979. Los extraños colores abandonaron el Prestile y los peces volvieron, aunque todavía era motivo de debate si eran o no aptos para el consumo humano. (El