Читаем La Cúpula полностью

Su mente dejó de preguntarse cómo había perdido la mano. Tenía preocupaciones más apremiantes. No podía soltar el torniquete del cinturón para ir a buscar el teléfono; la hemorragia empezaría otra vez, y puede que Myra estuviera ya a punto de desangrarse. Tendría que llevarla con él. Intentó arrastrarla tirando de su camiseta, pero primero se le salió de los pantalones y luego el cuello empezó a ahogarla. Jack oyó cómo su respiración se volvía áspera. Así que se envolvió una mano con la larga melena castaña de su mujer y la arrastró hasta el teléfono al estilo de un cavernícola.

Era un teléfono móvil y funcionaba. Marcó el 911 y el 911 comunicaba.

– ¡No puede ser! -gritó a la cocina vacía, donde las luces se habían apagado (aunque el grupo seguía sonando en el aparato de música)-. ¡El 911 no puede estar comunicando, joder!

Apretó el botón de rellamada.

Comunicaba.

Se sentó en el suelo de la cocina con la espalda apoyada contra la encimera; apretaba el torniquete con todas sus fuerzas, miraba la sangre y el huevo batido del suelo, marcaba periódicamente el botón de rellamada del teléfono y escuchaba siempre el mismo pi-pi-pi estúpido. Algo explotó no muy lejos de allí, pero él apenas oía nada aparte de la música, que estaba a todo volumen (ni siquiera oyó la explosión del Seneca). Quería apagarla, pero para llegar al equipo de música habría tenido que levantar a Myra. Levantarla o soltar el cinturón durante dos o tres segundos. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Así que se quedó allí sentado y «North American Scum» dio paso a «Someone Great», y «Someone Great» dio paso a «All My Friends», y después de unas cuantas canciones más, el CD, titulado Sound of Silver, terminó. Cuando lo hizo, cuando se impuso el silencio, salvo por las sirenas de la policía a lo lejos y las incesantes protestas del ordenador allí al lado, Jack se dio cuenta de que su mujer ya no respiraba.

Pero si yo iba a hacer la comida…, pensó. Una comida rica, con la que no te avergonzaras de haber invitado a Martha Stewart.

Sentado con la espalda contra la encimera, aguantando aún el cinturón (abrir otra vez los dedos resultaría sumamente doloroso) mientras la parte inferior de la pernera derecha de sus propios pantalones se oscurecía a causa de la sangre de la herida de su rodilla, Jack Evans acunó la cabeza de su mujer contra su pecho y se echó a llorar.

<p>4</p>

No muy lejos de allí, en una carretera abandonada que cruzaba el bosque y de la que ni siquiera el viejo Clay Brassey se habría acordado, una cierva estaba pastando tiernos brotes en las lindes de la ciénaga del Prestile. En ese momento, su cuello estirado cruzó el límite municipal de Motton y, al caer la Cúpula, su cabeza rodó por el suelo. Fue un tajo tan limpio como podría haberlo hecho la cuchilla de una guillotina.

<p>5</p>

Hemos recorrido la forma de calcetín que tiene Chester's Mills y hemos llegado otra vez a la carretera 119. Además, gracias a la magia de la narración, no ha transcurrido ni un instante desde que el sesentón del Toyota ha chocado de cara contra algo invisible pero muy duro y se ha roto la nariz. Está sentado y mira a Dale Barbara con total desconcierto. Una gaviota, seguramente en su recorrido diario desde el suculento bufet del vertedero de Motton hacia el no tan suculento basurero de Chester's Mills, cae como una piedra y se estampa a un metro escaso de la gorra de béisbol de los Sea Dogs del sesentón, que la recoge, la sacude y vuelve a ponérsela.

Los dos hombres miran hacia arriba, de donde ha caído el pájaro, y ven otra cosa incomprensible en un día que resultará estar lleno de ellas.

<p>6</p>

Lo primero que pensó Barbie fue que estaba viendo una imagen fantasma de la avioneta que había estallado, igual que cuando te disparan un flash muy cerca de la cara a veces ves un gran punto azul flotante. Solo que aquello no era un punto, no era azul y, en lugar de flotar y desplazarse hacia donde Barbie dirigía la mirada -en este caso, hacia su nuevo conocido-, el borrón que pendía en el aire seguía exactamente donde estaba.

Sea Dogs miraba hacia arriba y se frotaba los ojos. Parecía haberse olvidado de que tenía la nariz rota, los labios hinchados y de que le sangraba la frente. Se puso de pie y estiró el cuello de una manera tan brusca que estuvo a punto de perder el equilibrio.

– ¿Qué es eso? -dijo-. Pero ¿qué demonios es eso, hombre?

Un gran borrón negro -con forma de llama de vela, si se esforzaba uno por usar la imaginación- manchaba el cielo azul.

– ¿Es… una nube? -preguntó Sea Dogs. Su tono dubitativo daba a entender que sabía que no lo era.

Barbie respondió:

– Creo… -La verdad es que no quería oírse decir eso-. Creo que ahí es donde se ha estrellado la avioneta.

– Pero ¿qué dices? -espetó Sea Dogs.

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