En God Creek Road, Bob Roux había estado recogiendo patatas. Volvía a casa a la hora de la comida (más conocida en esa zona como «armuerzo»), sentado a horcajadas en su viejo tractor Deere y escuchando música en su iPod recién estrenado, regalo de su mujer por el que acabaría siendo su último cumpleaños. Su casa se hallaba a tan solo ochocientos metros del campo en el que había estado cavando, pero, por desgracia para él, el campo estaba en Motton y la casa en Chester's Mills. Chocó contra la barrera a veinticinco kilómetros por hora mientras escuchaba a James Blunt cantar «You're Beautiful». Apenas tenía que coger el volante, pues veía toda la carretera hasta su casa y no había nada en ella. Así que cuando el tractor chocó y se quedó clavado y la cosechadora de patatas que llevaba atrás se levantó en el aire y volvió a caer con fuerza, Bob salió disparado por encima del motor y chocó directamente contra la Cúpula. Su iPod explotó en el amplio bolsillo delantero de su peto, pero él no llegó a darse cuenta. Se partió el cuello y se fracturó el cráneo contra la nada con la que se había estrellado, y murió en el suelo poco después a causa de una enorme rueda de su tractor, que seguía girando. Ya se sabe, nada funciona como un Deere.
3
Lo cierto es que Motton Road no cruzaba Motton en ningún momento; su recorrido quedaba dentro de los límites municipales de Chester's Mills. Allí había nuevos hogares residenciales, un área a la que más o menos desde 1975 llamaban Eastchester. Los propietarios eran gente de treinta y cuarenta y tantos que iban todos los días a trabajar a Lewiston-Auburn, donde cobraban un buen sueldo, casi todos en empleos de oficina. Todas esas casas estaban en Mills, pero muchos de sus patios traseros quedaban en Motton. Eso le sucedía a la casa de Jack y Myra Evans, en el 379 de Motton Road. Myra tenía un huerto en la parte de atrás y, aunque la mayoría de sus frutos ya habían sido recolectados, todavía quedaban algunos zapallos gordotes más allá de las últimas calabazas (bastante podridas). Myra trataba de alcanzar uno cuando cayó la Cúpula y, aunque sus rodillas seguían en Chester's Mills, en ese momento se había estirado para llegar hasta un zapallo que crecía unos treinta centímetros más allá del límite municipal de Motton.
No gritó porque no sintió dolor, al menos al principio. Fue demasiado rápido, repentino y limpio para que sintiera nada.
Jack Evans estaba en la cocina, batiendo unos huevos para una
Myra volvió a pronunciar su nombre con la misma voz infantil, débil y temblorosa.
– ¿Qué ha pasado? Myra, ¿qué te ha pasado?
– He tenido un accidente -dijo, y le enseñó la mano derecha.
Ni llevaba un guante de jardinero embarrado a juego con el de la izquierda, ni había mano derecha. Únicamente un muñón chorreante. Myra lo miró con una débil sonrisa y dijo «Ups». Se le pusieron los ojos en blanco. La entrepierna de sus tejanos de jardinería se oscureció cuando se le escapó la orina. Entonces se le aflojaron también las rodillas y se desplomó. La sangre que manaba de su muñeca en carne viva -un corte transversal propio de una clase de anatomía- se mezcló con los huevos batidos derramados por el suelo.
Cuando Jack se arrodilló junto a ella, un trozo del cuenco se le clavó profundamente en la rodilla. Él apenas se dio cuenta, pero cojearía de esa pierna el resto de su vida. Asió el brazo de Myra y lo apretó. El tremendo chorro de sangre que manaba de su muñeca disminuyó pero no cesó. Se quitó el cinturón y lo ató alrededor del final del antebrazo. Eso funcionó, pero no pudo apretar fuerte el cinturón; los agujeros quedaban mucho más allá de la hebilla.
– Dios mío -dijo a la cocina vacía-. Dios mío.
Se dio cuenta de que todo estaba más oscuro que un momento antes. Se había ido la luz. Oyó el ordenador, en el estudio, profiriendo su llamada de socorro. LCD Soundsystem seguía sin problemas, porque el pequeño aparato de música de la encimera iba a pilas. A Jack ya no le importaba; había perdido el gusto por el tecno.
Había tanta sangre… Tanta…