Sin embargo, antes de que Barbie pudiera responder, un zanate de buen tamaño que descendía en picado a unos quince metros de altura no chocó con nada, al menos nada que ellos pudieran ver, pero cayó no muy lejos de la gaviota.
– ¿Has visto eso? -dijo Sea Dogs.
Barbie asintió y después señaló hacia la parcela de paja ardiendo que había a su izquierda. Tanto esa como las dos o tres parcelas que quedaban a la derecha de la carretera despedían densas columnas de humo negro que se unían al que ascendía desde los fragmentos del Seneca desmembrado, pero el fuego no llegaba muy lejos; el día anterior había llovido mucho y la paja todavía estaba húmeda. Una suerte, ya que de lo contrario las llamas se habrían propagado velozmente por la maleza en ambas direcciones.
– ¿Has visto esto? -preguntó Barbie a Sea Dogs.
– Joder, si no lo veo… -dijo Sea Dogs después de recorrer la escena con la mirada.
El fuego había consumido una parcela de tierra de más de cinco metros cuadrados y había avanzado hasta casi alcanzar el punto donde Barbie y él se encontraban uno frente al otro. Allí se dispersaba -al oeste, hacia el borde de la carretera; al este, hacia la hectárea y media de pasto de un pequeño granjero de ganado lechero-, pero no de forma irregular, no como suelen propagarse los incendios por la maleza, con llamas que se adelantan un poco más en un punto y otras que se quedan algo retrasadas en otros lugares, sino que seguía una línea que parecía trazada con regla.
Otra gaviota llegó volando hacia ellos, esta vez en dirección a Motton en lugar de hacia Mills.
– Cuidado -advirtió Sea Dogs-. Ojo con el pájaro.
– A lo mejor no le pasa nada -dijo Barbie, mirando arriba y protegiéndose los ojos del sol-. A lo mejor lo que sea que los detiene solo lo hace si vienen del sur.
– A juzgar por esa avioneta que se ha estrellado, lo dudo -dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz reflexiva propia de un hombre completamente perplejo.
La gaviota chocó contra la barrera y cayó justo encima del trozo más grande de la avioneta en llamas.
– Los para en ambas direcciones -dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz de un hombre que ha visto confirmarse algo en lo que creía pero que no podía demostrar-. Es algo así como un campo de fuerza, como en una película de
– ¿Eh?
– Oh, mierda -dijo Barbie. Miraba por encima del hombro de Sea Dogs.
– ¿Eh? -Sea Dogs miró por encima de su hombro-. ¡Joder!
Se acercaba un camión maderero. Grande, con una carga de troncos enormes que sobrepasaba de largo el límite de peso permitido. También iba a mucha más velocidad de la permitida. Barbie intentó calcular la capacidad de freno de semejante mastodonte pero no fue capaz de imaginarlo.
Sea Dogs echó a correr hacia su Toyota; lo había dejado sobre la línea blanca discontinua de la carretera. El tío que iba al volante del camión maderero -quizá iba hasta arriba de pastillas, quizá se había metido cristal, quizá simplemente era joven, con mucha prisa y sensación de inmortalidad- lo vio y se abalanzó sobre el claxon. No pensaba frenar.
– ¡No me jodas! -gritó Sea Dogs mientras se lanzaba al volante.
Puso el motor en marcha y sacó el Toyota de la carretera marcha atrás y con la puerta del conductor abierta y dando bandazos. El pequeño todoterreno quedó encajado en la cuneta con el morro cuadrado apuntando hacia el cielo. Sea Dogs salió un instante después. Tropezó, cayó sobre una rodilla y luego echó a correr hacia el campo.
Barbie, pensando en la avioneta y en los pájaros -pensando en ese extraño borrón negro que podría haber sido el punto donde había impactado la avioneta-, corrió también hacia los pastos, esprintando a través de aquellas llamas bajas y poco entusiastas, levantando ráfagas de ceniza negra. Vio una zapatilla de hombre -era demasiado grande para ser de mujer- con el pie del hombre aún dentro.
– ¡FRENA DE UNA VEZ, IMBÉCIL! -gritó Sea Dogs al camión maderero con voz débil y aterrorizada, aunque ya era demasiado tarde para esa clase de instrucciones.