Читаем La Cúpula полностью

Empezó a sonar otra sirena, esta vez una de las más nuevas, a las que Duke Perkins llamaba Piolines. Debía de ser la Dos, Jackie Wettington. Tenía que ser Jackie, mientras Randolph vigilaba el fuerte meciéndose en su silla, con los pies plantados encima de la mesa, leyendo el Democrat. O sentado en el cagadero. Peter Randolph era un buen agente, y podía ser todo lo duro que hiciera falta, pero a Duke no le caía bien. En parte porque estaba claro que era un hombre de Jim Rennie y en parte porque a veces Randolph era más duro de lo que hacía falta, pero sobre todo porque creía que era un vago, y Duke Perkins no soportaba a los policías vagos.

Brenda lo miraba con unos ojos enormes. Llevaba cuarenta y tres años siendo la mujer de un policía y sabía que dos explosiones, dos sirenas y el corte del suministro eléctrico no sumaban nada bueno. Si Howie conseguía acabar de rastrillar el césped ese fin de semana -o si llegaba a ver a sus adorados Twin Mills Wildcats enfrentarse al equipo de fútbol americano de Castle Rock-, ella se llevaría una buena sorpresa.

– Será mejor que vayas -dijo-. Algo se ha venido abajo. Solo espero que no haya muerto nadie.

Duke Perkins se sacó el teléfono móvil del cinturón. Llevaba colgado ese condenado trasto de la mañana a la noche, como una sanguijuela, pero tenía que admitir que resultaba útil. No marcó ningún número, se limitó a mirarlo, esperando a que sonara.

Pero entonces empezó a aullar otra sirena Piolín: la unidad Uno. Incluso Randolph se había puesto en marcha. Y eso significaba que pasaba algo muy grave. Duke creyó que el teléfono ya no sonaría; se disponía a colgarlo de nuevo en el cinturón cuando sonó. Era Stacey Moggin.

– ¡¿Stacey?! -Sabía que no hacía falta que gritara a aquel puñetero cacharro, Brenda se lo había dicho cientos de veces, pero por lo visto no podía evitarlo-. ¿Qué estás haciendo en comisaría un sábado por la ma…?

– No estoy allí, estoy en casa. Peter me ha llamado y me ha dicho que le diga que se ha ido a la 119 y que es grave. Ha dicho… que una avioneta y un camión maderero han chocado. -Hablaba con voz insegura-. No entiendo cómo ha podido suceder, pero…

Una avioneta. Cielos. Cinco minutos antes, o puede que un poco más, mientras estaba rastrillando las hojas y cantando «How Great Thou Art» a coro con la radio…

– Stacey, ¿ha sido Chuck Thompson? He visto su nuevo Piper sobrevolando la ciudad. Bastante bajo.

– No lo sé, jefe, yo le he contado todo lo que me ha dicho Peter.

Brenda, que no era tonta, ya estaba apartando su Honda para que él pudiera sacar marcha atrás el coche patrulla verde bosque de jefe de policía. Había dejado la radio portátil junto al pequeño montón de hojas rastrilladas.

– Bien, Stace. ¿También estáis sin luz en tu lado de la ciudad?

– Sí, y sin teléfono. Le llamo desde el móvil. Seguramente es grave, ¿verdad?

– Espero que no. ¿Puedes ir a cubrir comisaría? Apuesto a que se ha quedado vacía y abierta.

– Tardo cinco minutos. Localíceme en la unidad base.

– Recibido.

Mientras Brenda volvía por el camino de entrada se disparó la alarma de la ciudad; sus agudos y sus graves siempre conseguían que a Duke Perkins se le encogiera el estómago. Aun así, se tomó su tiempo para rodear a Brenda con un brazo. Ella nunca olvidaría que se tomó su tiempo para hacerlo.

– No te preocupes, Brennie. Está programada para dispararse en caso de corte eléctrico general. Parará dentro de tres minutos. O cuatro. Ya no me acuerdo.

– Ya lo sé, pero aun así la odio. Ese idiota de Andy Sanders la puso en marcha el 11 de septiembre, ¿no te acuerdas? Como si nosotros fuésemos a ser las siguientes víctimas de los atentados suicidas.

Duke asintió. Sí, Andy Sanders era un idiota. Por desgracia, también era el primer concejal, el alegre pelele Mortimer Snerd sentado en el regazo de Big Jim Rennie.

– Cariño, tengo que irme.

– Ya lo sé. -Pero lo siguió hasta el coche-. ¿Qué ha sido? ¿Lo sabes ya?

– Stacey me ha dicho que un camión y una avioneta han chocado en la 119.

Brenda intentó sonreír.

– Es una broma, ¿verdad?

– No si la avioneta ha tenido problemas con el motor y ha intentado aterrizar en la carretera -dijo Duke.

La débil sonrisa desapareció del rostro de Brenda, y su mano derecha cerrada en un puño fue a descansar entre sus pechos, un lenguaje corporal que él conocía bien. Duke se sentó al volante y, aunque el coche patrulla era relativamente nuevo, se acomodó en la forma que su trasero ya había dejado en el asiento. Duke Perkins no era un peso ligero.

– ¡En tu día libre! -exclamó Brenda-. ¡Es una verdadera pena! ¡Y cuando podrías jubilarte con la pensión completa!

– Pues van a tener que aguantarme con mi ropa de los sábados -dijo él, y le sonrió. Esa sonrisa le costó trabajo. Tenía la sensación de que iba a ser un día largo-. «Tal como soy, Señor, tal como soy.» Déjame uno o dos sándwiches en la nevera, ¿quieres?

– Solo uno. Estás cogiendo demasiados kilos. Hasta el doctor Haskell te lo ha dicho, y él nunca regaña a nadie.

Перейти на страницу:

Похожие книги