– Pues uno. -Puso marcha atrás… y luego volvió a poner punto muerto.
Se asomó por la ventanilla y Brenda comprendió que quería un beso. Le dio un largo beso de despedida mientras la alarma de la ciudad resonaba en el frío aire de octubre, y él le acarició el cuello mientras sus bocas estaban unidas, algo que a ella siempre le había hecho vibrar y que él ya casi nunca hacía.
Su caricia, allí, al sol… Brenda tampoco olvidó eso jamás.
Mientras él se alejaba por el camino de entrada, ella le gritó algo. Él solo lo entendió en parte. Estaba claro: tenía que ir al otorrino. Que le pusieran un audífono si hacía falta. Aunque seguramente eso sería lo último que Randolph y Big Jim necesitarían para darle la patada a su viejo culo.
Duke frenó y volvió a asomarse.
– ¿Que tenga cuidado con mi qué?
– ¡Con tu marcapasos! -repitió Brenda, casi a gritos. Riendo. Exasperada. Sintiendo aún la mano de él en su cuello, una piel que había sido suave y firme (así lo sentía ella) hasta ayer. O quizá anteayer, cuando todavía escuchaban a KC y la Sunshine Band en lugar de Radio Jesús.
– ¡Ah, tranquila! -repuso él, y arrancó.
Cuando Brenda volvió a verlo, estaba muerto.
2
Billy y Wanda Debec no llegaron a oír la doble explosión porque estaban en la carretera 117 y porque estaban discutiendo. La pelea empezó de forma muy simple cuando Wanda comentó que hacía un día bonito y Billy contestó que le dolía la cabeza y que no sabía por qué tenían que ir al mercadillo de los sábados de Oxford Hills, donde seguro que no encontrarían más que las mismas baratijas manoseadas de siempre.
Wanda le dijo que no le dolería la cabeza si no se hubiera pimplado una docena de cervezas la noche anterior.
Billy le preguntó si había contado las latas del cubo de reciclaje (por muy mamado que fuera, Billy bebía en casa y siempre tiraba las latas al cubo del reciclaje; esas cosas, junto con su trabajo de electricista, hacían que se sintiera orgulloso).
Ella dijo que sí, que claro que las había contado. Es más…
Cuando llegaron a Patel's Market, en Castle Rock, ya habían pasado del «Bebes demasiado, Billy» y del «Y tú eres demasiado pesada, Wanda» al «Ya me dijo mi madre que no me casara contigo» y al «¿Por qué tienes que estar siempre jodiendo?». Durante los últimos dos de los cuatro años que llevaban casados, aquello se había convertido en un intercambio bastante manido, pero esa mañana Billy, de pronto, sintió que ya no podía más. Sin poner el intermitente y sin aminorar, entró en el amplio aparcamiento recalentado del mercadillo y luego volvió a salir a la 117 sin mirar siquiera una vez por el espejo retrovisor, y mucho menos por encima del hombro. En la carretera, detrás de ellos, Nora Robichaud tocó el claxon. Su mejor amiga, Elsa Andrews, chasqueó la lengua. Las dos mujeres, ambas enfermeras retiradas, intercambiaron una mirada pero ni una sola palabra. Eran amigas desde hacía demasiado tiempo para que necesitaran palabras en semejantes situaciones.
Mientras tanto, Wanda le preguntó a Billy a dónde creía que iba.
Billy dijo que volvía a casa a echarse una siesta. Que podía ir sola a ese mercadillo de mierda.
Wanda comentó que casi había chocado con esas dos ancianas (las susodichas ancianas habían quedado ya muy atrás; Nora Robichaud era de la opinión de que, a falta de alguna razón condenadamente buena, ir a más de sesenta kilómetros por hora era cosa del demonio).
Billy comentó que Wanda ya se parecía a su madre y decía las mismas cosas que ella.
Wanda le pidió que aclarara qué quería decir con eso.
Billy dijo que tanto la madre como la hija tenían el culo gordo y lengua viperina.
Wanda le dijo a Billy que era peor que una resaca.
Billy le dijo a Wanda que era fea.
Fue un intercambio de sentimientos exhaustivo y justo y, cuando cruzaron de Castle Rock a Motton, directos hacia una barrera invisible que había aparecido no mucho después de que Wanda iniciara esa animada discusión diciendo que hacía un día bonito, Billy había superado los cien por hora, que era casi la máxima velocidad que podía alcanzar el pequeño Chevy de mierda de Wanda.
– ¿Qué es ese humo? -preguntó ella de pronto, señalando al nordeste, hacia la 119.
– No sé -repuso él-. ¿Será que mi suegra se ha tirado un pedo? -Le hizo tanta gracia que se echó a reír.
Wanda Debec por fin se dio cuenta de que estaba harta. Eso le hizo ver el mundo y su futuro con una claridad casi mágica. Estaba volviéndose hacia él con las palabras «Quiero el divorcio» en la punta de la lengua cuando llegaron al límite municipal de Motton y Chester's Mills y se estrellaron contra la barrera. El Chevy de mierda estaba equipado con airbags, pero el de Billy no se abrió y el de Wanda lo hizo a medias. A Billy, el volante le aplastó el pecho, la columna de dirección le destrozó el corazón y murió casi en el acto.