– ¡Hostia puta! -dijo el mayor de los chavales, y el padre le dio una colleja.
El chico no pareció darse cuenta. Tenía los ojos como platos. El más joven tendió la mano
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó el granjero a Barbie dando una profunda y sonora inspiración entre «pasado» y «aquí».
Barbie no le hizo caso. Avanzó despacio hacia Sea Dogs con la mano derecha extendida en un gesto de «¡Alto!». Sin decir nada, Sea Dogs hizo lo mismo. Al acercarse al lugar en el que sabía que estaba la barrera -solo había que fijarse en ese peculiar borde rectilíneo de tierra quemada-, Barbie fue más despacio. Ya se había dado un golpe en la cara, no quería repetir.
De repente le embargó una sensación horripilante. Se le puso la carne de gallina, desde los tobillos hasta la nuca, donde el vello intentó erizarse. Los huevos le vibraban como si fueran diapasones, y por un momento notó un sabor agrio y metálico en la boca.
A metro y medio de él -metro y medio y acercándose-, los ojos de Sea Dogs, ya muy abiertos, se abrieron aún más.
– ¿Has sentido eso?
– Sí -dijo Barbie-, pero ya ha pasado. ¿Y ahí?
– También -confirmó Sea Dogs.
Sus manos extendidas no se tocaban. Barbie volvió a pensar en un panel de cristal; en cuando colocas la mano sobre la de un amigo que está al otro lado y los dedos están juntos pero sin tocarse.
– Dios santo, ¿qué significa esto? -susurró Sea Dogs.
Barbie no tenía respuesta. Antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le dio una palmada en la espalda.
– He llamado a la policía -dijo-. Ya vienen, pero en el parque de bomberos no contesta nadie. Me ha salido una grabación diciéndome que llame a Castle Rock.
– Vale, pues hágalo -dijo Barbie. A unos seis metros de allí cayó entonces otro pájaro que desapareció entre los pastos de la granja. Al verlo, una nueva idea cruzó la mente de Barbie, suscitada seguramente por el tiempo que había pasado en la otra punta del mundo con un arma a cuestas-. Pero antes creo que sería mejor que llamara a la base de la Guardia Nacional del Aire en Bangor.
Ernie lo miró boquiabierto.
– ¿A la Guardia?
– Son los únicos que pueden instaurar una zona de exclusión aérea sobre Chester's Mills -dijo Barbie-. Y me parece que más vale que lo hagan enseguida.
QUÉ MONTÓN DE PÁJAROS MUERTOS
1
El jefe de policía de Mills no oyó ninguna de las explosiones, y eso que estaba en la calle, rastrillando las hojas del césped de su casa, en Morin Street. Había colocado la radio portátil encima del capó del Honda de su mujer para escuchar la retransmisión de música sacra de la WCIK (distintivo de la emisora Christ is King, Cristo Rey, conocida por los más jóvenes del pueblo como Radio Jesús). Además, ya no oía como antes. ¿Y quién con sesenta y siete años?
Sin embargo, sí oyó la primera sirena que atravesó el día; sus oídos eran sensibles a ese sonido como los de una madre al llanto de sus hijos. Howard Perkins sabía incluso qué coche era y quién lo conducía. Solo las unidades Tres y Cuatro seguían llevando esas viejas carracas, pero Johnny Trent se había ido con la Tres hasta Castle Rock para acompañar a los bomberos a aquel condenado simulacro. Lo llamaban «Incendio controlado», aunque de lo que se trataba, en realidad, era de unos cuantos hombres creciditos pasándoselo en grande. De manera que tenía que ser la unidad Cuatro, uno de los dos Dodge que aún conservaban, y lo conduciría Henry Morrison.
Dejó de rastrillar y se irguió; ladeó la cabeza. El sonido de la sirena había empezado a desvanecerse, así que volvió a empuñar el rastrillo. Brenda salió al porche. En Mills casi todo el mundo lo llamaba Duke -el apodo era un vestigio de sus años de instituto, cuando no se perdía ninguna de las películas de John Wayne que proyectaban en el Star-, pero Brenda había dejado de llamarlo así poco después de que se casaran y había adoptado su otro apodo. El que él detestaba.
– Howie, se ha ido la luz. Y se han oído unas explosiones.
Howie. Siempre Howie. Howie como el del cómic de
– ¿Qué?
Su mujer puso los ojos en blanco, caminó hasta la radio que estaba sobre el capó de su coche y apretó el botón de encendido, con lo que silenció al Coro Norman Luboff en mitad de «What a Friend We Have in Jesus».
– ¿Cuántas veces te he dicho que no dejes este cacharro en el capó de mi coche? Me lo rayarás y su valor en la reventa bajará.
– Lo siento, Bren. ¿Qué decías?
– ¡Que se ha ido la luz! Y que ha explotado algo. Por eso seguramente ha salido Johnny Trent.
– Henry -repuso él-. Johnny está en Rock, con los bomberos.
– Bueno, quien sea…