Sin embargo, lo que menos le gustaba era la idea de tener que sacar a pasear a su golden retriever casi a la una de la madrugada. Pensó que era posible que la perra hubiera presentido la llegada de la barrera; sabía que los perros eran sensibles a muchos fenómenos inminentes, no solo a los terremotos. Pero en tal caso ya tendría que haber dejado de hacer lo que Linda y él llamaban «eso de los gañidos», ¿no? Los otros perros del pueblo habían estado callados como tumbas mientras él volvía a casa esa noche. Ni ladridos ni aullidos. Tampoco había oído a nadie más explicando que su perro hiciera «eso de los gañidos».
Audrey no dormía. Enseguida se le acercó, no saltando de alegría como solía hacer -
– Vale ya, chica -dijo-. Vas a despertar a toda la casa.
Pero Audrey no paraba. Le daba suaves topetazos con la cabeza en las rodillas y miraba hacia arriba a través del reluciente y estrecho haz de luz que él sostenía con la mano derecha. Habría jurado que era una mirada de súplica.
– Está bien -dijo-. Está bien, está bien. De paseo.
La correa colgaba de un gancho junto a la puerta de la despensa. Al ir a cogerla (colgándose la linterna al cuello por el cordón de la zapatilla), Audrey se deslizó delante de él, más como un gato que como un perro. De no ser por la linterna, podría haberlo hecho caer y acabar a lo grande aquel día de mierda.
– Espera un minuto, solo un minuto, espera.
Pero ella le ladró y reculó.
– ¡Chis! ¡Audrey, chis!
En lugar de callarse, la perra volvió a ladrar. Sonaba escandalosamente fuerte en la casa dormida. Rusty se sobresaltó y se echó hacia atrás. Audrey salió disparada hacia delante, le agarró la pernera de los pantalones con los dientes y empezó a recular hacia el pasillo, intentando tirar de él.
Intrigado, Rusty se dejó llevar. Al ver que la seguía, Audrey lo soltó y corrió hacia la escalera. Subió dos peldaños, miró atrás y volvió a ladrar.
Arriba se encendió una luz, en su dormitorio.
– ¿Rusty? -Era Lin, con voz adormilada.
– Sí, soy yo -respondió él, hablando lo más bajo que podía-. En realidad es Audrey.
Siguió a la perra escalera arriba. En lugar de avanzar con su habitual trote entusiasta, Audrey no hacía más que mirar atrás. Para los que tienen perros, a veces las expresiones de sus animales resultan perfectamente claras, y lo que Rusty veía en ese momento era angustia. Audrey tenía las orejas gachas, la cola escondida todavía entre las patas. Si aquello era «eso de los gañidos», había pasado a un nuevo nivel. Rusty de pronto se preguntó si no habría un intruso en la casa. La puerta de la cocina estaba cerrada, Lin no solía dejar ninguna puerta abierta cuando se quedaba sola con las niñas, pero…
Linda salió y se acercó hasta lo alto de la escalera anudándose un albornoz blanco. Audrey la vio y volvió a ladrar. Un ladrido de «quita de en medio».
– ¡Audi, vale ya! -dijo Lin, pero Audrey pasó corriendo junto a ella y le golpeó la pierna derecha con fuerza suficiente para empujarla contra la pared. Luego la golden retriever corrió por el pasillo hacia la habitación de las niñas, donde todo seguía en calma.
Lin sacó su propia minilinterna de un bolsillo del albornoz.
– Cielos, pero ¿qué…?
– Creo que será mejor que vuelvas al dormitorio -dijo Rusty.
– ¡Y un cuerno! -Corrió por el pasillo por delante de él. El brillante haz de la pequeña linterna saltaba arriba y abajo.
Las niñas tenían siete y cinco años, y hacía poco que habían entrado en lo que Lin llamaba «la fase de intimidad femenina». Audrey llegó a la puerta de su habitación, se irguió sobre las patas traseras y empezó a arañar la puerta con las delanteras.
Rusty alcanzó a Lin justo cuando abría. Audrey entró de un salto, sin mirar siquiera la cama de Judy. De todos modos, la pequeña de cinco años dormía profundamente.