– Esperaba poder sacarlo a eso de las diez, pero parece que más bien será esta tarde. El primer
– ¿Problemas de producción?
– Mientras mi generador siga en marcha, no. Solo quiero acercarme a la tienda a ver si se forma una turba. Conseguir esa parte de la historia, si es que llega a suceder. Pete Freeman ya está allí para sacar fotos.
A Barbie no le gustó la palabra «turba».
– Dios, espero que se comporten.
– Se comportarán; al fin y al cabo esto es Chester's Mills, no Nueva York.
Barbie no estaba tan seguro de que hubiese mucha diferencia entre los ratones de ciudad y los ratones de campo en una situación de estrés, pero mantuvo la boca cerrada. Ella conocía a los locales mejor que él.
Y Julia, como si le leyera la mente:
– Claro que podría equivocarme. Por eso he enviado a Pete.
Miró alrededor. Todavía había algunas personas al principio de la barra, terminándose los huevos y el café, y por supuesto la gran mesa del fondo (la «mesa del chismorreo», en habla yanqui) también estaba llena de viejos que daban vueltas a lo ocurrido y discutían acerca de lo que sucedería a continuación. Sin embargo, tenían el centro del restaurante para ellos dos.
– Tengo que decirte un par de cosas -dijo Julia en voz baja-. Deja de revolotear haciéndote el camarero feliz y siéntate.
Barbie le hizo caso y se sirvió una taza de café. Era el culo de la cafetera y sabía a diesel… pero el culo de la cafetera era donde se concentraba el cargamento de cafeína, claro.
Julia rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó su móvil y se lo pasó por encima de la mesa.
– Tu hombre, Cox, ha vuelto a llamar esta mañana a las siete. Supongo que tampoco ha dormido mucho esta noche. Me ha pedido que te diera esto. No sabe que tienes uno.
Barbie dejó el teléfono donde estaba.
– Si ya espera un informe, es que ha sobrevalorado seriamente mis capacidades.
– No ha dicho eso. Ha dicho que si necesitaba hablar contigo quería poder localizarte.
Eso hizo que Barbie se decidiera. Volvió a empujar el móvil hacia ella. Julia lo cogió, no parecía sorprendida.
– También ha dicho que, si no tenías noticias suyas antes de las cinco de la tarde, lo llamaras. Nos pondrá al día. ¿Quieres el número del prefijo raro?
Barbie suspiró.
– Claro.
Ella se lo anotó en una servilleta: pequeños números prolijos.
– Me parece que van a intentar algo.
– ¿El qué?
– No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que tienen una serie de opciones sobre la mesa.
– Seguro que sí. ¿Qué más tienes en mente?
– ¿Quién dice que tenga algo más?
– Me ha dado esa sensación -repuso él, sonriente.
– Vale, el contador Geiger.
– He pensado que hablaré de eso con Al Timmons. -Al era el conserje del ayuntamiento y un habitual del Sweetbriar Rose. Barbie se llevaba bien con él.
Julia negó con la cabeza.
– ¿No? ¿Por qué no?
– ¿Quieres saber quién le hizo a Al un préstamo personal sin intereses para que enviara a su hijo pequeño a la Heritage Christian University de Alabama?
– ¿Jim Rennie?
– Exacto. Y vayamos ahora a por el doble o nada, donde se les puede dar la vuelta a los marcadores. Adivina quién adelantó el dinero del quitanieves Fisher de Al.
– Me parece a mí que va a ser Jim Rennie.
– Correcto. Y, puesto que tú eres la caca de perro que el concejal Rennie no consigue acabar de limpiarse del zapato, acudir a personas que están en deuda con él podría no ser buena idea. -Se inclinó hacia delante-. Pero resulta que yo sé quién tenía un juego completo de las llaves del reino: ayuntamiento, hospital, centro de salud, colegios, lo que quieras.
– ¿Quién?
– Nuestro difunto jefe de policía. Y resulta que conozco muy bien a su mujer… a su viuda. No le tiene ningún aprecio a James Rennie. Más aún: sabe guardar un secreto si la convences de que hay que guardarlo.
– Julia, el cadáver de su marido aún está caliente.
Julia pensó en la pequeña y deprimente sala de la Funeraria Bowie e hizo una mueca de lástima y aversión.
– Puede, pero seguro que enseguida adquirirá la temperatura ambiente. Sé a qué te refieres y aplaudo tu compasión. Pero… -Le cogió la mano. Eso sorprendió a Barbie, pero no le desagradó-. No nos hallamos en circunstancias normales y, por muy destrozada que esté, Brenda Perkins lo sabe. Tú tienes un trabajo que hacer. Puedo convencerla de eso. Eres el hombre de dentro.
– El hombre de dentro -dijo Barbie, y de repente recibió la visita de un par de recuerdos que no eran bienvenidos: un gimnasio de Faluya y un iraquí llorando, desnudo salvo por su deshilachada
– O sea que ¿puedo…?
Hacía una mañana muy cálida para ser octubre y, aunque la puerta estaba cerrada (la gente podía salir, pero no volver a entrar), las ventanas estaban abiertas. Un estrépito metálico y hueco y un aullido de dolor entraron entonces por las ventanas que daban a Main Street. Le siguieron gritos de protesta.