Los nuevos reclutas -Randolph había pensado llamarlos Ayudantes Especiales en su informe oficial para los concejales- alzaron las manos obedientemente. Eran cinco, y uno no era un «amigo» sino una joven robusta que se llamaba Georgia Roux. Era peluquera en paro y novia de Carter Thibodeau. Junior le había sugerido a su padre que probablemente iría bien incluir a una mujer para tener a todo el mundo contento, y Big Jim accedió de inmediato. Al principio Randolph se había resistido a la idea, pero cuando Big Jim agasajó al nuevo jefe con su sonrisa más feroz, Randolph cedió.
Además, mientras les tomaba juramento (bajo la mirada de parte de sus fuerzas regulares en calidad de público), tuvo que admitir para sí que realmente parecían bastante duros. Junior había perdido algunos kilos durante ese verano y no se acercaba ni mucho menos al peso que había tenido como defensa en el instituto, pero todavía debía de llegar a los ochenta y cinco, y los demás, incluso la chica, eran auténticos armarios.
Estaban allí de pie, repitiendo las palabras que él decía, frase por frase: Junior en el extremo izquierdo, al lado de su amigo Frankie DeLesseps; después Thibodeau y la tal Roux; Melvin Searles el último. Searles lucía una sonrisa distraída, como si estuviera en la feria del condado. Randolph le habría borrado esa basura de la cara en un periquete si hubiera tenido tres semanas para entrenar a esos chicos (incluso una, joder), pero no las tenía.
Lo único en lo que no había cedido ante Big Jim fue en lo referente a las armas. Rennie había argumentado a su favor, insistiendo en que eran «unos jóvenes muy equilibrados y temerosos de Dios» y diciendo que él mismo estaría encantado de proporcionárselas, en caso de que fuera necesario.
Randolph había negado con la cabeza.
– La situación es demasiado inestable. Veamos primero qué tal se defienden.
– Si alguno de ellos acaba herido mientras tú ves qué tal se defienden…
– Nadie va a acabar herido, Big Jim -dijo Randolph, esperando no equivocarse-. Esto es Chester's Mills. Si fuera Nueva York, a lo mejor las cosas serían diferentes.
3
Entonces Randolph dijo:
– Y protegeré y serviré lo mejor que pueda a los habitantes de este pueblo.
Ellos lo repitieron con tanta dulzura como los alumnos de catequesis el día de la visita de los padres. Hasta Searles, distraído y risueño, lo dijo bien. Y tenían buena planta. No iban armados -todavía-, pero al menos llevaban
Stacey Moggin (que también iba a hacer un turno completo de patrulla) había conseguido camisas de uniforme para todos menos para Carter Thibodeau. No había encontrado nada que le fuera bien porque el chico tenía los hombros demasiado anchos, pero la sencilla camisa de trabajo azul que se había traído de casa no estaba mal. No era reglamentaria, pero estaba limpia. Y la placa plateada que llevaba sobre el bolsillo izquierdo transmitía el mensaje que había que transmitir.
Tal vez aquello funcionase.
– Con la ayuda de Dios -dijo Randolph.
– Con la ayuda de Dios -repitieron todos.
Randolph vio con el rabillo del ojo cómo se abría la puerta. Era Big Jim. Se unió a Henry Morrison, al jadeante George Frederick, a Fred Denton y a la recelosa Jackie Wettington al fondo de la sala. Rennie había ido para ver jurar a su hijo, Randolph lo sabía. Y, puesto que todavía se sentía incómodo por haberse opuesto a que los nuevos hombres llevasen armas (negarle cualquier cosa a Big Jim iba en contra de la naturaleza políticamente acomodada de Randolph), el nuevo jefe improvisó en honor del segundo concejal.
– Y no le permitiré gilipolleces a nadie.
– ¡Y no le permitiré gilipolleces a nadie! -repitieron. Con entusiasmo. Esta vez todos ellos sonrientes. Ansiosos. Dispuestos a pisar las calles.
Big Jim asintió y alzó el pulgar a pesar de la palabrota. Randolph sintió que se expandía. Poco sabía él que esas palabras regresarían para torturarlo:
4
Cuando Julia Shumway entró esa mañana en el Sweetbriar Rose, la mayoría de los que habían ido a desayunar se habían marchado ya a la iglesia o a improvisados foros de debate en la plaza del pueblo. Eran las nueve en punto. Barbie estaba solo; ni Dodee Sanders ni Angie McCain se habían presentado, lo cual no sorprendió a nadie. Rose había ido al Food City. Anson la había acompañado. Con suerte, volverían cargados de provisiones, pero Barbie no se permitiría creerlo hasta que de verdad viera el material.
– Está cerrado hasta la hora de comer -dijo-, pero hay café.
– ¿Y un rollito de canela? -preguntó Julia con ilusión.
Barbie negó la cabeza.
– Hoy Rose no ha hecho. Intenta que el generador dure el máximo.
– Parece sensato -dijo-. Solo café, entonces.
Él ya llevaba la cafetera y le sirvió.
– Pareces cansada.
– Barbie, todo el mundo parece cansado esta mañana. Y muerto de miedo.
– ¿Qué tal va el periódico?