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– Pues le pagamos. -Romeo ya estaba haciendo cálculos.

En sus almacenes se vendía de todo, incluso artículos de alimentación de liquidación, y en esos momentos tenía aproximadamente mil paquetes de salchichas Happy Boy de liquidación en el congelador industrial que había detrás de la tienda. Se los había comprado a la central de Happy Boy en Rhode Island (compañía ya desaparecida, un pequeño problema de microbios, aunque no la E. coli, gracias a Dios), con la intención de venderlas a turistas y lugareños que tuvieran previsto organizar una barbacoa el Cuatro de Julio. No habían tenido tan buena salida como él esperaba, por culpa de la maldita recesión, pero él de todas formas las había guardado, tozudo como un mono agarrado a un cacahuete. Y a lo mejor ahora…

Los serviremos clavados en esos palitos de jardín de Taiwán, pensó. Todavía tengo un millón de esos cabritos. Les pondremos un nombre mono, algo como Frank-A-Chups. Además, tenían algo así como un centenar de cajas de refresco en polvo de lima y de limón Yummy Tummy, otro artículo de liquidación del que esperaba deshacerse.

– Cargaremos también todas las bombonas de propano Blue Rhino. -Su mente repiqueteaba como una caja registradora, que era justo el sonido que le gustaba a Romeo.

Parecía que Toby empezaba a animarse.

– ¿Qué está tramando, señor Burpee?

Rommie se puso a hacer inventario de todo lo que ya estaba a punto de anotar en sus libros como pérdida total. Esos molinetes de baratillo… las bengalas que habían sobrado del Cuatro de Julio… los caramelos rancios que había estado guardando para Halloween…

– Toby -dijo-, vamos a organizar el mayor día de campo y barbacoa que ha visto este pueblo. Muévete. Tenemos mucho que hacer.

9

Rusty estaba haciendo la ronda en el hospital con el doctor Haskell cuando sonó el walkie-talkie que Linda había insistido en que llevara en el bolsillo.

La voz de su mujer sonaba metálica pero clara.

– Rusty, al final voy a tener que salir. Randolph dice que parece que la mitad del pueblo va a acercarse esta tarde a la barrera por la 119… unos van a rezar, otros a una manifestación. Romeo Burpee montará su carpa para vender perritos calientes, así que estate preparado para recibir una avalancha de pacientes con gastroenteritis al final del día.

Rusty gruñó.

– Al final voy a tener que dejar a las niñas con Marta. -Linda parecía a la defensiva y preocupada, una mujer que de pronto se daba cuenta de que no podía hacerse cargo de todo-. La pondré al tanto del problema de Jannie.

– Vale. -Rusty sabía que si le decía que se quedara en casa lo haría… y lo único que conseguiría con eso sería preocuparla más justo cuando su preocupación empezaba a decrecer un poco. Además, si de verdad se congregaba una muchedumbre, la necesitarían.

– Gracias -dijo-. Gracias por ser comprensivo.

– Tú acuérdate de enviar a la perra a casa de Marta con las niñas -dijo Rusty-. Ya sabes lo que ha dicho Haskell.

Esa mañana, el doctor Ron Haskell, el Mago, se había volcado en cuerpo y alma en la familia Everett. En realidad se había volcado en cuerpo y alma desde el inicio de la crisis. Rusty jamás lo habría esperado, pero se lo agradecía. Y, por las bolsas que tenía el viejo bajo los ojos y su boca marchita, vio que Haskell lo estaba pagando. El Mago era demasiado mayor para crisis médicas; últimamente su ritmo se ajustaba más a echar cabezadas en la sala de descanso del tercer piso. Sin embargo, aparte de Ginny Tomlinson y de Twitch, no quedaban más que Rusty y el Mago para defender el fuerte. Había sido lo que se dice mala suerte que la Cúpula se les hubiera venido encima una mañana tan hermosa de fin de semana, cuando todo el que podía salir del pueblo lo había hecho.

La noche anterior, Haskell, aunque rondaba los setenta, se había quedado en el hospital con Rusty hasta las once, cuando el auxiliar médico lo había sacado literalmente a empujones por la puerta, y había regresado esa mañana a las siete, cuando Rusty y Linda llegaban con sus hijas a rastras. Y también con Audrey, que parecía haber aceptado el nuevo entorno del Cathy Russell con bastante calma. Judy y Janelle habían entrado flanqueando a la gran golden retriever, acariciándola para que se sintiera tranquila. Janelle parecía muerta de miedo.

– ¿Qué pasa con la perra? -preguntó Haskell, y cuando Rusty le puso al corriente, el médico asintió y le dijo a Janelle-: Vamos a echarte un vistazo, cielo.

– ¿Me va a doler? -preguntó la niña, con aprensión.

– No, a menos que aceptar un caramelo después de que te mire los ojos duela.

Cuando el examen médico hubo terminado, los adultos dejaron a las dos niñas y a la perra en la sala de diagnosis y salieron al pasillo. Haskell tenía los hombros caídos. Su pelo parecía haber encanecido de la noche a la mañana.

– ¿Cuál es tu diagnóstico, Rusty? -le había preguntado Haskell.

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