Читаем La Cúpula полностью

– Está apenada por lo de su marido -dijo Barbie-. El dolor hace que la gente se comporte de un modo extraño. Ayer saludé a Jack Evans (su mujer murió ayer cuando bajó la Cúpula) y me miró como si no me conociera, y eso que llevo sirviéndole mi famoso pastel de carne de los miércoles desde la pasada primavera.

– Conozco a Brenda Perkins desde que era Brenda Morse -dijo Julia-. Casi cuarenta años. Creía que me diría qué le preocupaba… pero no lo hizo.

Barbie señaló hacia la carretera.

– Creo que ya puedes arrancar.

Cuando Julia encendió el motor, sonó su móvil. Con las prisas por cogerlo, casi se le cayó el bolso. Escuchó y se lo pasó a Barbie con una sonrisa irónica.

– Es para ti, jefe.

Era Cox, y Cox tenía algo que decir. Bastante, de hecho. Barbie lo interrumpió para contarle lo que le había ocurrido al chico al que llevaban al Cathy Russell, pero o Cox no relacionaba la historia de Rory Dinsmore con lo que él le estaba diciendo, o no quería. Escuchó con educación, y luego prosiguió con su perorata. Cuando acabó, le hizo una pregunta que habría sido una orden si Barbie aún vistiera uniforme y se encontrara a sus órdenes.

– Señor, entiendo lo que está preguntando, pero usted no es consciente de la… situación política de aquí, tal como lo llamaría usted. Y el pequeño papel que yo desempeño en ella. Antes de que apareciera esta Cúpula tuve unos cuantos problemas, y…

– Ya lo sabemos -lo interrumpió Cox-. Un altercado con el hijo del segundo concejal y algunos de sus amigos. Estuvieron a punto de detenerlo, según consta en mi carpeta.

Una carpeta. Ahora tiene una carpeta. Que Dios me ayude.

– Veo que está bien informado -dijo Barbie-, pero déjeme que le cuente algo más. En primer lugar, el jefe de policía que impidió que me detuvieran murió en la 119, no muy lejos del lugar desde el que le hablo. De hecho…

Ruido de papeles apenas perceptible en un mundo que él ya no podía visitar. De repente le entraron ganas de matar al coronel James O. Cox con sus manos, por el mero hecho de que James O. Cox podía ir a McDonald's cuando quisiera, y él, Dale Barbara, no.

– Eso también lo sabemos -dijo Cox-. Un problema con el marcapasos.

– En segundo lugar -prosiguió Barbie-, el nuevo jefe, que es uña y carne con el único miembro poderoso de la Junta de Concejales del pueblo, ha contratado a unos ayudantes de policía nuevos. Son los tipos que intentaron arrancarme la cabeza en el aparcamiento del club nocturno.

– Pues tendrá que apañárselas como pueda, ¿no le parece? ¿Coronel?

– ¿Por qué me llama coronel? El coronel es usted.

– Felicidades -dijo Cox-. No solo se ha alistado de nuevo al servicio de su país, sino que ha obtenido un ascenso meteórico.

– ¡No! -gritó Barbie. Julia lo miraba con preocupación, pero él apenas se dio cuenta-. ¡No, no lo quiero!

– Ya, pero lo tiene -respondió Cox con calma-. Voy a enviar una copia por correo electrónico del papeleo esencial a su amiga, la directora del periódico, antes de que cerremos el grifo de las comunicaciones por internet de su desafortunado pueblo.

– ¿Cerrar el grifo? ¡No pueden hacerlo!

– El papeleo está firmado por el propio presidente. ¿Piensa contradecirlo? Creo que se pone de muy mala leche cuando le llevan la contraria.

Barbie no contestó. La cabeza le daba vueltas.

– Tiene que ir a ver a los concejales y al jefe de policía -añadió Cox-. Debe decirles que el presidente ha invocado la ley marcial en Chester's Mill y que usted es el oficial al cargo. Estoy convencido de que hallará cierta resistencia inicial, pero la información que acabo de darle debería ayudarlo a convertirse en el vínculo con el mundo exterior. Y conozco de sobra sus poderes de persuasión. Los vi de primera mano en Iraq.

– Señor -dijo-. Creo que no ha interpretado bien cuál es la situación actual aquí. -Se pasó una mano por el pelo. La oreja le palpitaba por culpa del maldito teléfono móvil-. Es como si entendiera la idea de la Cúpula, pero no lo que está ocurriendo en el pueblo como consecuencia de ella. Y todo ha sucedido hace menos de treinta horas.

– Entonces, ayúdeme a entenderlo.

– Usted dice que el presidente quiere que yo haga esto. Imaginemos que le llamo y le digo qu e puede besar mi sonrosado culo y …

Julia lo miraba horrorizada, lo que le infundió ánimos.

– Es más, imaginemos que le digo que soy un agente de Al-Qaida, y que había planeado matarlo, bang, de un tiro en la cabeza. ¿Qué pasaría?

– Teniente Barbara, coronel Barbara, quiero decir, ya ha hablado suficiente.

Barbie no estaba de acuerdo.

– ¿Podría enviar al FBI para que viniera a por mí? ¿Al Servicio Secreto? ¿Al maldito Ejército Rojo? No, señor. No podría.

– Tenemos planes para cambiar eso, tal como ya le he explicado. -Cox ya no parecía relajado ni de buen humor, sino un viejo soldado de infantería que discutía con otro.

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