Rusty oyó la alarma del monitor de la presión sanguínea y supo que estaban perdiendo al muchacho. De hecho, lo estaban perdiendo desde que lo subieron a la ambulancia, qué demonios, desde que la bala rebotada le impactó en la cara, pero el sonido del monitor convirtió la verdad en un titular. Rory debería haber sido transportado en helicóptero de inmediato al CMG desde el lugar donde había resultado tan gravemente herido. Sin embargo, se encontraba en un quirófano que no disponía del instrumental necesario, hacía demasiado calor (habían apagado el aire acondicionado para alargar la vida del generador) y lo estaba operando un doctor que debería haberse jubilado hacía muchos años, un auxiliar médico que nunca había asistido a una intervención de neurocirugía y una enfermera exhausta que dijo:
– Fibrilación ventricular, doctor Haskell.
El monitor del corazón se unió a la fiesta. Ahora era un coro.
– Ya lo he oído, Ginny, tranquila. No me hagas perder al paciente… -Hizo una pausa-. ¡La paciencia, joder! ¡No me hagas perder la paciencia!
Por un instante Rusty y él se miraron por encima del cuerpo del chico, envuelto en una sábana. La mirada de Haskell era clara y despierta -no era el médico acomodaticio con el estetoscopio colgado del cuello que se había arrastrado por los pasillos del Cathy Russell durante los últimos años como un alma en pena- pero parecía terriblemente viejo y frágil.
– Lo hemos intentado -dijo Rusty.
A decir verdad, Haskell había hecho algo más que intentarlo; a Rusty le había recordado una de esas novelas de deportes que tanto le gustaban de niño, en las que un lanzador de béisbol sale de la zona de calentamiento para buscar su último momento de gloria en el séptimo partido de las Series Mundiales. Pero en esta ocasión solo Rusty y Ginny Tomlinson habían estado en las gradas, y el veterano no iba a poder gozar de un final feliz.
Rusty había puesto el suero salino y había añadido manitol para reducir la hinchazón del cerebro. Haskell había salido corriendo de la sala de operaciones para hacer los análisis de sangre en el laboratorio que había al final del pasillo, un hemograma completo. Tenía que hacerlo Haskell; Rusty no estaba cualificado y no había técnicos de laboratorio. El Catherine Russell tenía una escasez horrible de personal. Rusty creía que el asunto del chico de los Dinsmore no era más que un adelanto del precio que el pueblo iba a acabar pagando por la falta de personal.
La situación empeoró. El chico era A negativo, y no les quedaba ninguna bolsa de ese tipo en su pequeño banco de sangre. Sin embargo, sí que tenían del tipo 0 negativo, el donante universal, y le habían puesto cuatro bolsas, lo que significaba que tan solo les quedaban nueve más de reserva. A buen seguro, gastarlas en el muchacho había sido como tirarlas por el desagüe de la sala de lavado, pero nadie se atrevió a decir nada. Mientras le transfundían la sangre, Haskell envió a Ginny abajo, al cubículo del tamaño de un armario que hacía las veces de biblioteca del hospital. Regresó con una copia manoseada de
Durante unos minutos, Rusty se había permitido albergar ciertas esperanzas. Una vez aliviada la presión del hematoma gracias al orificio, las constantes vitales de Rory se habían estabilizado o, como mínimo, lo intentaron. Entonces, mientras Haskell trataba de averiguar si podía alcanzar el fragmento de bala, todo empezó a ir cuesta abajo de nuevo, y muy deprisa.
Rusty pensó en los padres, que estarían aguardando, esperando en la desesperanza. Ahora, al salir del quirófano, en lugar de trasladar a Rory hacia la izquierda, a la UCI del Cathy Russell, donde tal vez dejarían entrar a sus amigos para que lo vieran, parecía que Rory tomaría el pasillo de la derecha, hacia el depósito de cadáveres.
– Si nos encontráramos en una situación normal, lo mantendría con vida y preguntaría a los padres por la donación de órganos -dijo Haskell-. Pero, claro, si nos encontráramos en una situación normal el chico no estaría aquí. Y aunque estuviera, yo no intentaría operarlo usando un… un maldito manual de Toyota. -Cogió el otoscopio y lo tiró a la otra punta del quirófano. Impactó contra los azulejos verdes, rompió uno y cayó al suelo.
– ¿Quiere administrarle epinefrina, doctor? -preguntó Ginny. Calma, fría, serena… pero estaba tan cansada que no insistió más.