– Cuanto antes mejor -añadió con un codazo.
– En caso contrario, me pondré con una mesa junto al conserje -apostilló Rebus.
Dejaron a Browning asintiendo con la cabeza y mirando al suelo. El portero los vio llegar y abrió la puerta. Rebus le tendió una de las llamativas octavillas a guisa de propina. Mientras se dirigían al coche de Clarke -que ella había aparcado en un hueco libre en el espacio reservado para taxis- vieron llegar una limusina que se detenía ante el hotel; del Mercedes negro visto en el Ayuntamiento se bajó el mismo individuo: Sergei Andropov, quien de nuevo debió de barruntar que lo miraban y clavó los ojos en Rebus un instante antes de entrar al hotel. El coche dio la vuelta a la esquina y entró en el aparcamiento de clientes.
– ¿Es el mismo chófer que llevaba Stahov? -preguntó Clarke.
– No he podido verlo bien -respondió Rebus-. Pero eso me recuerda algo que se me olvidó preguntar: ¿por qué demonios un hotel respetable como el Caledonian permite la entrada a Big Ger Cafferty?
Capítulo 10
Aguardaron hasta las seis de la tarde para iniciar el interrogatorio de testigos, sabiendo que sería la mejor hora para encontrarlos en casa. Roger y Elizabeth Anderson vivían en un chalet de los años treinta en el extremo sur de Edimburgo con vistas a los Montes Pentland. El camino que iba del jardín a la puerta estaba iluminado y pudieron ver unas impresionantes rocallas y un espacioso césped que parecía cortado con tijeras de uñas.
– ¿El
– Quién sabe, a lo mejor ella es la que sale de juerga y él se queda en casa.
Pero cuando Roger Anderson les abrió la puerta vieron que vestía traje, con la corbata aflojada y el primer botón de la camisa desabrochado. Llevaba en la mano el periódico y alzó sus gafas de leer hasta la cabeza.
– Ah, son ustedes. Me imaginaba que vendrían -entró en la casa dando por supuesto que seguirían sus pasos sin más-. Es la policía -dijo en voz alta a su esposa, a quien Rebus dirigió una sonrisa al ver que salía de la cocina.
– Veo que no han colgado la coronita de acebo -comentó señalando hacia la puerta.
– Mi esposa se ha empeñado en tirarla a la basura -explicó Roger Anderson, mientras apagaba la tele con el mando a distancia.
– En este momento íbamos a cenar -dijo ella.
– Seremos breves -afirmó Clarke. Llevaba una carpeta con las notas provisionales a máquina de los agentes Todd Goodyear y Bill Dyson. Impecables las de Goodyear y llenas de faltas de ortografía las de Dyson-. No fueron ustedes quienes encontraron el cadáver, ¿verdad? -inquirió.
Elizabeth Anderson dio unos pasos en la habitación hasta detrás del sillón de su esposo, en el que él estaba bien acomodado sin invitarles a ellos a sentarse. Pero Rebus se encontraba mejor de pie, pues de ese modo podía moverse por el cuarto y escrutarlo todo. El señor Anderson había dejado el periódico en la mesita de centro, junto a un vaso de cristal fino con un líquido que olía a ginebra con tónica.
– Nosotros oímos gritar a la muchacha -dijo-, y nos acercamos a ver qué sucedía. Pensamos que la habían agredido o algo así.
– Tenían el coche aparcado… -añadió Clarke fingiendo que consultaba las notas.
– En Grassmarket -dijo el señor Anderson.
– ¿Por qué allí, señor? -terció Rebus.
– ¿Y por qué no?
– Parece un poco lejos de la iglesia. Asistieron a un concierto de villancicos, ¿no es cierto?
– Efectivamente.
– ¿No es un acto un poco anticipado?
– La semana que viene ya estará montada la iluminación de Navidad.
– El acto acabó bastante tarde, al parecer.
– Tomamos un bocado al salir -replicó Anderson como indignado por verse asediado con tantas preguntas.
– ¿No se les ocurrió dejar el coche en ese aparcamiento de varias plantas?
– Cierra a las once y no estábamos seguros de si terminaríamos a esa hora.
Rebus asintió con la cabeza.
– Así que conoce el lugar. ¿Y también el horario?
– He aparcado ahí alguna vez. Pero en Grassmarket es gratis a partir de las seis y media.
– Claro, no hay que derrochar, señor -apostilló Rebus examinando el bien amueblado cuarto-. Las notas dicen que usted trabaja…
– Trabajo en el banco First Albannach.
Rebus asintió otra vez con la cabeza sin mostrar sorpresa. En realidad, Dyson no se había molestado en anotar la profesión de Anderson.
– Han tenido mucha suerte de encontrarme en casa tan pronto -añadió Anderson-, porque últimamente he tenido mucho trabajo.
– ¿Conoce por casualidad a un tal Stuart Janney?
– Lo veo a menudo… Escuche, ¿qué tiene todo esto que ver con ese desgraciado difunto?
– Probablemente nada, señor -dijo Rebus-. Sólo tratamos de hacer una reconstrucción lo más detallada posible.
– Otra razón por la que aparcamos en Grassmarket -dijo Elizabeth Anderson casi en un suspiro-, es porque allí hay mucha luz y siempre pasa gente. Prestamos mucha atención a eso.
– Lo que no les impidió recorrer un camino solitario -señaló Clarke-. A esa hora de la noche King’s Stables Road está bien desierto.
Rebus contemplaba una serie de fotografías enmarcadas de una vitrina.