– Creo que las grabaciones no han sufrido daño.
Blackman dio gracias en silencio y preguntó qué tenía aquello que ver con el artista.
– El señor Riordan ha sido asesinado, señor. Y no sabemos si grabaría algo que no debía.
– ¿En el Parlamento, quiere decir?
– ¿Hay algún motivo por el que el señor Denholm eligiera el comité de rehabilitación urbana para su proyecto?
– No tengo la menor idea.
– Por tanto, comprenderá que tengo que hablar con él. ¿Tiene usted un número de móvil suyo?
– No siempre contesta.
– Pero se le puede dejar un mensaje.
– Sí, claro, es de suponer -dijo Blackman no muy predispuesto.
– Así pues, haga el favor de darme el número -insistió Rebus.
El galerista lanzó otro suspiro y le hizo seña de que le siguiera al fondo de la sala hacia una puerta que abrió. Era una oficina pequeña, como un camerino, atestada de lienzos sin enmarcar. Blackman tenía su móvil en recarga, pero lo desenchufó y pulsó los botones hasta que el número del artista apareció en la pantalla. Rebus lo copió en su móvil mientras preguntaba cómo se cotizaba la obra de Denholm.
– Depende del tamaño, los materiales, el trabajo…
– Dígame una cifra aproximada.
– Entre treinta y cincuenta…
– ¿Miles de libras? -preguntó Rebus y aguardó a que el hombre se lo confirmara con una inclinación de cabeza.
– ¿Y cuántas hace al año?
Blackman le miró frunciendo el ceño.
– Ya le he dicho que hay lista de espera.
– ¿Cuál fue el cuadro que compró Andropov?
– Sergei Andropov tiene buen ojo. Yo precisamente adquirí uno de los primeros óleos de Roddy, pintado probablemente el año que dejó la Escuela de Bellas Artes de Glasgow -dijo Blackman cogiendo de la mesa una postal que era reproducción del cuadro-. Se titula
A Rebus le parecía una raya infantil sin propósito.
– Alcanzó un precio récord entre las obras de Roddy anteriores al videoarte -añadió el galerista.
– ¿Y usted cuánto ganó, señor Blackman?
– Un porcentaje, inspector. Bueno, si me disculpa…
Pero Rebus no estaba dispuesto a hacerlo.
– Qué agradable es saber que mis impuestos van a parar a su bolsillo.
– Pierda cuidado si se refiere a la comisión del Parlamento, porque es el banco First Albannach el que lo avala.
– ¿Y corre con los gastos?
Blackman asintió tajante con la cabeza.
– Si me disculpa…
– Qué generosidad -comentó Rebus.
– El First Albannach es un gran patrocinador del arte.
Esta vez fue Rebus quien asintió con la cabeza.
– Sólo un par de preguntas más, señor. ¿Tiene idea de por qué Andropov está invirtiendo en pintura escocesa?
– Porque le gusta.
– ¿Y sucede lo mismo con todos esos millonarios y multimillonarios rusos?
– No me cabe duda de que algunos compran como inversión, pero otros lo hacen por gusto.
– Y algunos para que otros vean lo ricos que son.
Blackman esbozó una levísima sonrisa.
– Puede que haya algo de eso -dijo.
– Igual que con sus yates: el mío es más grande que el tuyo. Y sus mansiones en Londres, las joyas para la esposa-trofeo…
– No dudo de que tiene toda la razón.
– Pero no me explico el interés por Escocia -añadió Rebus al pasar a la sala de exposición.
– Hay antiguos vínculos, inspector. Los rusos, por ejemplo, admiran a Robert Burns, quizá porque ven en él el ideal del comunismo. No me acuerdo quién fue, tal vez Lenin, el que dijo que si en Europa había una revolución estallaría en Escocia.
– Pero ahora es otro cantar, ¿no es cierto? Hablamos de capitalistas, no de comunistas.
– Antiguos vínculos -repitió Blackman-. Tal vez aún crean que hay una revolución a la vista -añadió con una sonrisa triste.
Rebus pensó que el hombre quizás había estado afiliado al Partido. Qué demonios, ¿por qué no? Él se había criado en Fife, zona de clase obrera y llena de minas. Y en Fife habían votado al primer diputado -incluso quizás el único- comunista. En los años cincuenta y sesenta había bastantes concejales comunistas. Rebus no había vivido la huelga general, pero recordaba que una tía suya le habló de las barricadas, de los cortes de carreteras, de la declaración unilateral de independencia. El Reino Popular de Fife. Sonrió a su vez levemente, asintiendo con la cabeza al galerista.
– ¿Por revolución entiende independencia? -preguntó.
– No sería mucho peor que lo que hay…
– El móvil de Blackman sonó y él lo sacó del bolsillo, alejándose y dirigiendo a Rebus un movimiento rápido con la mano a guisa de despedida.
– Gracias por atenderme -musitó Rebus camino de la puerta.
Afuera marcó el número del artista. Sonó y sonó hasta que un contestador automático le anunció que dejara un mensaje. Lo hizo y a continuación marcó otro número: el de Siobhan Clarke.
– ¿Estás disfrutando de tu tiempo libre? -preguntó ella.
– Mira quién habla… ¿Es una cafetera eso que oigo?
– Tuve que irme de la comisaría. Corbyn nos ha vuelto a traer a Derek Starr.
– Sabíamos que sucedería.