Hacía un calor bochornoso y reinaba la calma, cuando Mven Mas descendía de la meseta a una ancha planicie, semejante a un compacto mar de flores, liláceas y amarillas como el oro, sobre el que volaban policromos insectos. Las ráfagas del leve viento balanceaban las plantas, y las corolas rozaban suavemente las rodillas del africano. Al llegar al centro del inmenso campo, se detuvo cautivado por la radiante belleza natural de aquel jardín silvestre y aromoso. Luego de inclinarse pensativo, acarició unos pétalos, trémulos del viento, sintiéndose como en un bello sueño de la infancia.
Un suave golpeteo rítmico, apenas perceptible, alteró la calma. Mven Mas alzó la cabeza y vio a una muchacha que, hundida en las flores hasta la cintura, caminaba de prisa. La muchacha se apartó de la senda y el africano contempló con satisfacción su armoniosa figura emergiendo de aquel mar florido. Una aguda pena le punzó el corazón:
ella habría podido ser Chara si… si las cosas hubieran tomado otro giro. Su espíritu observador, de hombre de ciencia, le advirtió que la muchacha estaba inquieta. Con frecuencia, volvía la cabeza y apretaba el paso, como si la persiguieran. Mven Mas cambió de dirección y acercóse rápidamente a la muchacha, alzándose ante ella en toda su enorme talla.
La desconocida se detuvo. Un polícromo pañuelo, anudado en cruz, ceñía su torso, el borde de su falda roja estaba humedecido por el rocío. Las finas pulseras tintinearon más fuerte cuando alzó los desnudos brazos para apartarse de la cara los negros cabellos cortos, revueltos por el viento. Sus ojos, tristes, miraban concentrados entre los ricillos que se esparcían rebeldes por la frente y las mejillas. Estaba jadeante, sin duda de la larga carrera. Unas gotas de sudor perlaban espaciadas su cara, morena y bonita. La muchacha dio unos pasos vacilantes, avanzando hacia él.
— ¿Quién es usted? ¿Adonde va tan de prisa? — le preguntó Mven Mas —. ¿Necesita usted ayuda?
Ella le miró escudriñadora y dijo con voz entrecortada: — Soy Onar, de la quinta barriada. ¡No necesito ninguna ayuda!
— Pues no lo parece. Está usted cansada, algo la atormenta. ¿Qué es lo que la amenaza? ¿Por qué rehúsa mi ayuda?
La desconocida volvió a alzar los ojos, que brillaban profundos, límpidos, como los de las mujeres del Gran Mundo.
— Yo sé quién es usted… Un gran hombre, venido de allá — y señaló en dirección a África —. Una persona buena y confiada.
— Sea usted lo mismo. ¿La persigue alguien?
— ¡Sí! — contestó impetuosa, con acento de desesperación —. Él me acosa…
— ¿Y quién es el que se atreve a asustarla, a perseguirla?
La muchacha enrojeció y bajó la mirada.
— Un hombre que… quiere que yo sea su…
— Pero el corresponderle o no es de su libre elección. ¿Acaso se puede imponer el amor? Como le vea por aquí, ya le diré yo…
— ¡No, no! Él también ha venido del Gran Mundo, pero hace tiempo, y es también fuerte… Aunque no tanto como usted… ¡Es espantoso!
Mven Mas rió despreocupado y alegre.
— ¿Adonde va usted?
— A la quinta barriada. Iba a la ciudad, y le encontré…
El africano ladeó la cabeza, indicándole que siguiera el camino y tomó de la mano a la muchacha. Ella, sumisa, no hizo resistencia, y ambos echaron a andar por el sendero lateral que conducía a la barriada.
La muchacha, de vez en cuando, volvía inquieta la cabeza y aseguraba que el hombre aquel la acechaba por todas partes.
Su temor de hablar con entera franqueza indignaba a Mven Mas. Él no podía tolerar la opresión, ¡por muy casuales que fueran los casos de ella en la Tierra organizada!
— ¿Por qué sus convecinos no hacen nada y no dan cuenta al Control del Honor y del Derecho? ¿Es que no enseñan historia en sus escuelas y no saben ustedes a lo que pueden conducir los más pequeños focos de violencia?
— La enseñan… y lo sabemos — repuso Onar, mirando hacia adelante.
La florida llanura terminaba, y el sendero, describiendo una curva cerrada, ocultábase tras los matorrales. De la curva surgió un hombre alto y sombrío, interceptando el camino.
Estaba desnudo hasta la cintura, y sus músculos de atleta se tensaban bajo el vello canoso que le cubría el pecho. La muchacha, convulsa, retiró su mano, murmurando quedo: — ¡Váyase, hombre del Gran Mundo, temo por usted!..
— ¡Deteneos! — rugió una imperiosa voz.
Nadie hablaba con tanta rudeza en la época del Circuito.! Mven Mas, instintivamente, protegió con su cuerpo a la muchacha.
El hombre alto se acercó y trató de apartarle, pero el africano permanecía firme como una roca.
Entonces, el desconocido, con la celeridad del rayo, le asestó un puñetazo en la cara.
Mven Mas se tambaleó. Jamás había recibido golpes premeditadamente crueles, asestados para ocasionar un terrible dolor a un ser humano, para aturdirle y agraviarle, ni presenciado nada semejante.