La dualidad de la vida siempre había puesto de manifiesto ante los hombres sus contradicciones. En el mundo antiguo, entre los peligros y las vejaciones, el amor, la fidelidad y la ternura se hacían más grandes precisamente al borde de la muerte, en un ambiente hostil y rudo. La sumisión a los caprichos de la fuerza bruta hacía todo fugaz e inestable. La suerte de una persona podía variar radicalmente en cualquier momento, frustrando sus planes, esperanzas y pensamientos, porque en la sociedad mal organizada de antaño mucho dependía de gentes casuales. Pero aquella fugacidad de las esperanzas, del amor y de la dicha, lejos de debilitar, reforzaban los sentimientos.
Por eso, lo mejor del ser humano no había perecido, a pesar de los terribles padecimientos de la esclavitud de los Siglos Sombríos o de la Era del Mundo Desunido.
Por primera vez, el africano pensaba que en la vida antigua, que tan dura parecía a todos los contemporáneos, había habido también dichas, esperanzas, creadora labor, y a veces, tal vez más fuertes que ahora, en la orgullosa Era del Circuito.
Mven Mas recordaba casi con enojo a los teóricos de la ciencia de aquellos tiempos que, basándose en la lentitud mal comprendida de la transformación de las especies en la naturaleza, auguraban que la humanidad no sería mejor durante un millón de años.
¡Si hubieran amado más al ser humano y conocido la dialéctica de la evolución, no se les habría pasado jamás por la cabeza semejante absurdo!
Tras el redondo hombro de la gigantesca montaña, el crepúsculo teñía de púrpura su nebuloso manto. Mven Mas se tiró al riachuelo.
Refrescado y tranquilizado por completo, se sentó sobre una piedra plana a secarse y descansar un poco. Como no lograría llegar a la pequeña ciudad antes de la noche, pensaba atravesar la montaña a la salida de la luna. En tanto con templaba pensativo el agua, agitada y rumorosa entre las piedras, inesperadamente sintió que le miraban, pero no vio a nadie. Aquella sensación de unos ojos acechantes le siguió agobiando incluso cuando cruzó el riachuelo y empezó el as censo.
Por una senda surcada de carriles, Mven Mas subió con rapidez a una meseta de mil ochocientos metros de altura y continuó ascendiendo, de escalón en escalón, para remontar un contrafuerte cubierto de bosque y llegar a la ciudad por el camino más corto.
La estrecha hoz de la luna nueva no podía iluminar el camino más que durante una hora y media. Escalar aquella empinada trocha en la noche oscura sería muy difícil. Y Mven Mas tenía prisa. Los árboles, espaciados y bajos, proyectaban largas sombras que se extendían en negras franjas sobre la tierra seca, esclarecida por la luna. En tanto caminaba, mirando atentamente el terreno para no tropezar con las innumerables raíces salientes, el africano continuaba pensando.
Un rugido amenazador se expandió por la tierra, conmoviéndola; resonó lejos, a la derecha, donde la vertiente del contrafuerte se alzaba en suave pendiente para perderse en las profundas tinieblas. Le respondió otro rugido, grave, en el bosque, entre los rodales y franjas de luz lunar. Aquellas terribles voces tenían una fuerza penetrante, que llegaba hasta el fondo del alma despertando sentimientos dormidos hacía mucho: el espanto fatal de la víctima elegida por el invencible carnicero. Y como para contrarrestar aquel milenario terror, empezó a encenderse en el pecho del africano la pasión ancestral de la lucha, herencia de innumerables generaciones de héroes anónimos que defendieran el derecho del género humano a la vida entre los mamuts, los leones, los osos gigantescos, los toros bravos y las implacables manadas de lobos en los días de caza extenuante y en las noches de tenaz defensa. Permaneció parado unos instantes conteniendo la respiración y escudriñando en torno. Nada se movía en la noche serena. Pero apenas hubo dado unos pasos por el vericueto, comprendió que le perseguían. ¿Serían tigres?
¿Y ciertas las noticias que le diera Onar?
Echó a correr, tratando de discernir lo que liaría cuando le acometiesen las fieras, que sin duda eran dos.