Manteniéndose en la silla con naturalidad y sin esfuerzo, Chara montaba un caballo negro, de gran alzada, que acompasaba su paso al del bayo de Mven Mas.
— ¡Nos hemos quedado atrás! — dijo la muchacha aflojando las riendas del caballo, que al instante, avanzó impetuoso.
El africano la alcanzó, y ambos siguieron cabalgando, raudos y juntos, por el viejo camino. Cuando llegaron a la altura de sus jóvenes compañeros, refrenaron los brutos; Chara se volvió hacia Mven Mas.
— ¿Y esa muchacha?… Onar…
— Le convendría estar en el Gran Mundo. Usted misma ha dicho que ella se quedó en la isla casualmente, por cariño a la madre, la cual había llegado aquí y murió hace poco. A Onar le vendría bien trabajar con Veda, en las excavaciones, donde hacen falta las delicadas y sensibles manos femeninas. Aunque también son precisas en miles de otros asuntos. Y el nuevo Bet Lon, que volverá a nuestro seno, ¡la encontrará también renovada!
Chara frunció las cejas y clavó en Mven Mas sus ojos, penetrantes.
— ¿Y usted no abandonará a sus estrellas?
— Cualquiera que sea la decisión del Consejo, continuaré la obra de explorar el Cosmos. Pero antes, tengo que escribir acerca de…
— ¿Las estrellas de las almas humanas?
— ¡Cierto, Chara! Asombra y maravilla su gran diversidad… — y Mven Mas calló al advertir que ella le miraba con tierna sonrisa —. ¿No está usted de acuerdo con esto?
— ¡Claro que sí! Estaba pensando en su experimento. Lo hizo usted llevado por el ardiente deseo de ofrecer a las gentes la plenitud del mundo. En este aspecto usted es también un artista, y no un hombre de ciencia.
— ¿Y Ren Boz?…
— Para él, la experiencia era solamente un paso más en el camino de sus búsquedas.
— ¿Me disculpa usted, Chara?
— Por completo. Y estoy segura de que no soy yo sola, sino multitud de personas, ¡la mayoría!
Mven Mas se pasó las riendas a la mano izquierda y tendió la derecha a Chara. Ambos entraron en la pequeña barriada de la estación sanitaria.
Las olas del Océano Indico batían el acantilado de la costa. Y su fragor recordaba a Mven Mas la rítmica sucesión de notas graves en la sinfonía de Zig Zor dedicada a la vida, que tendía afanosa hacia el Cosmos. Un fa azul, la nota esencial de la naturaleza terrestre, cantaba potente sobre el mar obligando al hombre a responder, con toda su alma, fundiéndose con la Tierra que lo engendrara.
Espejeaba el océano transparente, no ensuciado ya por los desechos, limpio de feroces tiburones, de venenosos peces, de moluscos y peligrosas medusas, como estaba limpia del rencor y los miedos de los pasados siglos la vida del hombre moderno. Pero en la inmensidad del océano había aún escondidos, sin embargo, rincones donde germinaba la semilla, no destruida aún, de la vida perniciosa, y sólo a la vigilancia de los destacamentos sanitarios se debía la seguridad y la limpieza de las aguas oceánicas.
¿Acaso no surgían igualmente, de súbito, en la cristalina alma del joven la obstinación rencorosa, la petulancia del cretino, el egoísmo de la bestia? Y entonces, si el ser humano, en vez de someterse a la autoridad de una sociedad tendente a la sabiduría y al bien, cedía a sus ambiciones casuales y sus pasiones personales, el valor se convertía en ferocidad; la creación, en cruel astucia; la fidelidad y la abnegación, en base de la tiranía, de la explotación implacable y del ultraje desenfrenado… El velo de la disciplina y la cultura social se arrancaba fácilmente, bastaban para ello una o dos generaciones de vida mala. Mven Mas había visto aquella faz de la fiera allí, en la isla del Olvido. Y si no se la refrenaba y se le daba rienda suelta, renacería pujante el monstruoso despotismo, que todo lo pisoteaba e imponía, durante tantos siglos, al género humano una arbitrariedad desvergonzada.