— Se equivoca usted al creernos tan perspicaces — dijo el jefe del grupo, cuando se hubieron sentado en torno a la linterna y el africano empezó a hacerles las naturales preguntas —. Nos ha ayudado una muchacha de nombre griego antiguo…
— ¡Onar! — exclamó Mven Mas.
— Sí, Onar. Nuestro destacamento se aproximaba a la quinta barriada, desde el Sur, cuando llegó corriendo, medio muerta de cansancio, una muchacha. Confirmó los rumores que corrían acerca de los tigres, noticia que nos había traído a estos lugares, y nos convenció de que partiéramos inmediatamente para aquí, temerosa de que le acometieran a usted los tigres al regresar a la ciudad por la montaña. Y ya ve, hemos estado a punto de no llegar a tiempo.
— Ahora vendrá un giróptero de carga y enviaremos en él al coto a sus enemigos, paralizados temporalmente. Si son en verdad antropófagos empedernidos, se los exterminará. Pero no se puede destruir a unos animales tan raros sin someterlos previamente a prueba.
— ¿A qué prueba?
El muchacho enarcó las cejas.
— Eso ya no es de nuestra competencia. Seguramente, empezarán por calmarlos… Se les inyectará un suero que disminuye la actividad vital. Y cuando el tigre queda temporalmente debilitado, aprende mucho…
Un sonido fuerte y vibrante interrumpió al joven. Una masa oscura descendía lentamente. El calvero se inundó de cegadora luz. Las listadas fieras fueron recluidas en blandos containers para cargamentos frágiles. La mole de la aeronave, poco visible en la sombra, desapareció dejando abierto el calvero a la serena luz de las estrellas. Con los tigres había marchado uno de los cinco muchachos, y su caballo se lo entregaron a Mven Mas.
Los caballos del africano y Chara iban juntos. El camino bajaba hacia el valle del río Galle, junto a cuya desembocadura, en la costa, se encontraba una estación sanitaria y la base del destacamento.
— Desde que estoy en la isla, es la primera vez que voy a la orilla del mar — dijo Mven Mas, rompiendo el silencio —. Hasta ahora el mar me parecía un muro que me apartaba para siempre de mi mundo.
— ¿La isla ha sido para usted una nueva escuela? — le preguntó, afirmativa y gozosa, Chara.
— Sí. En este breve lapso de tiempo he sentido y reflexionado mucho. Todos estos pensamientos vagaban en mi mente desde hace años…
El africano confió a Chara sus viejos temores de que la humanidad se desarrollaba de un modo demasiado racional, demasiado técnico, repitiendo — en una forma incomparablemente menos monstruosa, claro estaba — los errores de la antigüedad. Le parecía que en la Épsilon del Tucán, la población, muy parecida a la nuestra y tan magnífica como ella, se preocupaba más de perfeccionar el lado emocional de la psique.
— Yo también he sufrido mucho al percibir que no estaba en completa armonía con la vida — repuso la muchacha tras de unos instantes de silencio —. Necesitaba más de lo antiguo y bastante menos de todo lo que me rodeaba. Soñaba con la época de las fuerzas y los sentimientos no derrochados, que se habían ido acumulando, por selección primitiva, desde el Siglo de Eros que floreciera en la antigua cuenca del Mediterráneo. Y siempre he procurado despertar en mis espectadores una verdadera fuerza del sentimiento. Pero tal vez sólo Evda Nal me haya comprendido por entero.
— Y Mven Mas — agregó serio el africano, y le contó cómo se le había aparecido en forma de la hija cobriza del Tucán.
Ella alzó el rostro, y él, a la tímida luz del alba, vio sus ojos, tan grandes y profundos, que sintió un ligero vértigo y se apartó riendo.
— Hubo un tiempo en que nuestros antepasados nos presentaban en sus novelas acerca del futuro como unos seres febles, raquíticos, de cráneo desmesurado. A pesar de los millones de animales torturados y muertos por ellos, tardaron mucho en comprender el mecanismo cerebral humano, porque metían el bisturí donde hacían falta finos instrumentos de medición, sumamente precisos en escala molecular y atómica. Ahora sabemos ya que una gran actividad de la razón requiere un cuerpo robusto, pleno de energía vital, pero ese cuerpo engendra fuertes emociones.
— Y nosotros seguimos viviendo encadenados por la razón — asintió Chara.
— Mucho se ha hecho ya, y sin embargo, en nosotros el lado intelectual se ha adelantado, mientras que el emocional ha quedado a la zaga… De este último lado hay que cuidar para que no requiera las cadenas de la razón y para que, a veces, sea él quien encadene a ella. Esto me parece tan importante, que he decidido escribir un libro sobre el particular.
— ¡Muy bien, desde luego! — exclamó Chara con calor. Turbóse un poco y prosiguió —:
Pocos grandes hombres de ciencia se han consagrado a investigar las leyes de la belleza y de la plenitud de los sentimientos… No me refiero a la psicología.
— ¡La comprendo! — contestó el africano, contemplando involuntariamente a la muchacha, que, en su confusión, había erguido orgullosa la cabeza ofreciendo el rostro a los rayos del sol naciente. La luz del nuevo día volvía a dar a su piel un matiz de cobre rojizo.