Los aparatos medían, fotografiaban, determinaban, trazaban complicadas curvas, descomponiendo la estructura de los monstruos en diversos índices físicos, químicos y biológicos. Y el cerebro humano reunía de nuevo los distintos datos cualitativos, desentrañando la composición de aquellos espantosos seres y sometiéndolos a su dominio.
A cada hora que pasaba rauda, Erg Noor se convencía de la victoria, Eon Tal se ponía más alegre, y más se reanimaban Grim Shar y sus jóvenes ayudantes.
Por fin, el científico se acercó a Erg Noor.
— Puede usted marcharse tranquilo. Nosotros nos quedaremos aquí hasta el final de las investigaciones. Temo encender la luz visible, pues aquí los acalefos negros, al contrario que en su planeta, no tienen dónde ocultarse de ella. ¡Y antes deben contestarnos a todo lo que queremos saber!
— ¿Y lo sabrán ustedes?
— Dentro de tres o cuatro días llegaremos en las investigaciones al máximo de lo que nos permite nuestro actual nivel de conocimientos. Pero ahora podemos hacernos una idea de la acción de su sistema paralizador…
— ¿Y curar a Niza y a Eon?
— ¡Sí!
Sólo en aquel momento comprendió Erg Noor cuan grande era el peso que llevaba encima desde aquel infausto día, o aquella infausta noche… ¡Qué más daba! Una alegría delirante se apoderó de él, tan moderado de ordinario. Dominó con esfuerzo el absurdo deseo de agarrar al pequeño hombre de ciencia y lanzarlo al aire para recogerlo en sus brazos jubilosos. Sorprendido de su propia ocurrencia, Erg Noor logró calmarse, y un minuto más tarde había recobrado su reserva habitual.
— ¡Cuánto contribuirán sus estudios a la lucha contra los acalefos y las cruces en la próxima expedición!
— ¡Desde luego! Ahora conoceremos al enemigo. Pero ¿usted cree que se realizará la expedición a ese mundo de la pesantez y de las sombras?
— ¡No lo dudo!
Un día templado del otoño nórdico acababa de nacer.
Erg Noor, sin la impetuosa premura acostumbrada, caminaba despacio, hundiendo los pies, descalzos, en la suave hierba. Delante, en la linde del bosque, se alzaba la muralla verde de los cedros, veteada de arces, que erguíanse rectos como columnas de tenue humo gris. Allí, en aquel coto, el hombre no se inmiscuía en la naturaleza. Ésta conservaba el encanto bravío de sus altos matorrales desperdigados que exhalaban un aroma, grato y fuerte, en el que se mezclaban, contradictorios, diversos olores. Un frío riachuelo le cerró el paso. Erg Noor descendió por un sendero. El agua rizada y cristalina, penetrada por los rayos del sol, tendía una red de temblantes hilos de oro sobre los multicolores guijarrillos. Partículas de musgo y algas, apenas perceptibles, flotaban en la superficie, y sus finas sombras se deslizaban por el fondo como lunares azules. En la ribera opuesta, grandes campanillas lilas se inclinaban al viento. La fragancia de la húmeda pradera y de las purpúreas hojas otoñales prometía a los hombres el gozo del trabajo, pues cada uno, en lo recóndito del alma, guardaba todavía la experiencia del primitivo labrador.
Una oropéndola amarilla clara, posada en una rama, lanzaba presuntuosa al viento su gracioso silbido.
El límpido cielo se extendía sobre los cedros, argentado por alados cirros. Erg Noor se adentró en la penumbra del bosque, impregnada del acre olor de la resina y de las agujas de los cedros, y, luego de atravesarla, ascendió por una colina enjugándose la mojada cabeza. El acotado bosquecillo que rodeaba la clínica de neurología no era ancho, y Erg Noor salió pronto al camino. El riachuelo alimentaba con sus aguas unas escalonadas piscinas de cristal lechoso. Varios hombres y mujeres, en traje de baño, surgieron de una curva y se lanzaron a todo correr por una senda bordeada de policromas flores. Aunque el agua otoñal no debía de estar templada, los que corrían se tiraron a la piscina, luego de animarse unos a otros con bromas y risas, y nadaron cascada abajo en bullicioso tropel.
Erg Noor no pudo menos de sonreír: eran sin duda trabajadores de alguna fábrica o granja cercana que empezaban a aprovechar el tiempo de reposo.
Nunca el planeta en que naciera le había parecido tan bello a Erg Noor, que pasó la mayor parte de su vida en los estrechos límites de un navío cósmico. Sentía una inmensa gratitud a todas las gentes y a la naturaleza terrestre que habían contri buido a salvar a Niza, a su astronauta de ondulados cabellos rojizos. ¡Aquel día ella misma había ido a su encuentro en el jardín de la clínica! Después de consultar a los médicos, habían acordado ir juntos a un mismo sanatorio polar de neurología. Niza se encontraba en perfecto estado de salud desde que fueran rotas las cadenas de la parálisis, suprimiendo la tenaz inhibición de la corteza cerebral, provocada por la descarga de los tentáculos de la cruz negra. Sólo quedaba devolverle la antigua energía después del largo sueño cataléptico.
¡Niza vivía, Niza estaba sana!