El espejo dio la vuelta, reflejando el fondo del depósito. Allí se encontraban dos bolas blancas, irregulares, de superficie porosa y fibrosa. Se asemejaban a frutos de una variedad del árbol del pan, recientemente obtenida, que llegaban a tener setenta centímetros de diámetro.
— Conecte el televisófono con el vector de Grim Shar — dijo el biólogo a un ayudante.
El hombre de ciencia, apenas se convenció de la certeza de las suposiciones generales, acudió presuroso al laboratorio. Entornando los ojos como un miope, no por falta de vista precisamente, sino por costumbre, examinó los aparatos preparados. Grim Shar no tenía ese aspecto imponente ni ese carácter autoritario que suele distinguir a los grandes sabios de los demás mortales. Y Erg Noor recordó a Ren Boz, cuyo aspecto tímido de chiquillo no estaba en consonancia con su excepcional cerebro.
— ¡Abran la juntura soldada! — ordenó Grim Shar.
Una mano mecánica cortó la dura capa de esmalte sin desplazar la pesada tapa. Las mangas impelentes de la mezcla gaseosa se fijaron a las válvulas. Un potente reflector de rayos infrarrojos hizo las veces de estrella de hierro.
— Temperatura… fuera de gravedad… presión… saturación eléctrica… — iba leyendo las indicaciones de los aparatos el ayudante que se encontraba junto a ellos.
Al cabo de media hora, Grim Shar se volvió hacia los astronautas.
— Vamos a la sala de descanso. No es posible prever cuánto tiempo tardarán en reanimarse estos caparazones. Si Eon está en lo cierto, ocurrirá pronto. El personal de guardia nos avisará.
El Instituto de Comentes Nerviosas había sido edificado lejos de la zona de viviendas, en los límites de una estepa acotada. Hacia el fin del verano, la tierra estaba seca, y el viento penetraba con susurro de seda por las ventanas, abiertas de par en par, trayendo el suave aroma de las hierbas marchitas.
Los tres investigadores, arrellanados en cómodos sillones, callaban mirando, por encima de los frondosos árboles, al cendal del aire que ondulaba en el lejano horizonte.
De vez en cuando, alguno de ellos cerraba los cansados ojos, pero la ansiedad de la espera impedía adormecerse. Mas esta vez el destino no puso a prueba la paciencia de los científicos. No habían transcurrido tres horas cuando se iluminó la pantalla de comunicación directa. El ayudante de guardia, conteniendo su emoción a duras penas, anunció:
— ¡La tapa se remueve!
Y unos segundos más tarde, ya estaban los tres en el laboratorio.
— ¡Cierren bien la cámara de rutolucita, comprueben la hermeticidad! — empezó Grim Shar a dar disposiciones —. Transfieran a la cámara las condiciones del planeta.
Unos leves bufidos de las potentes bombas, un susurro silbante de los niveladores de presión, y en el interior del transparente receptáculo se estableció la atmósfera del mundo de las tinieblas.
— Aumenten la humedad y la saturación eléctrica — continuó Grim Shar.
Un penetrante olor a ozono se expandió por el laboratorio.
Pero no ocurrió nada. El científico frunció el entrecejo y echó una ojeada a los aparatos, esforzándose por averiguar qué era lo que faltaba.
— ¡Falta la oscuridad! — resonó de pronto la voz clara de Erg Noor.
Eon Tal hasta dio un salto de coraje.
— ¡Cómo se me ha podido olvidar! Usted, Grim Shar, no ha estado en la estrella de hierro, ¡pero yo…!
— ¡Las persianas polarizadoras! — dijo el científico, a guisa de respuesta.
Extinguióse la claridad. El laboratorio quedó alumbrado únicamente por las lucecillas de los aparatos. Los ayudantes corrieron las persianas, y todo quedó sumido en tinieblas.
Sólo en algunos sitios titilaban, apenas perceptibles, los puntos luminosos de los indicadores.
Los astronautas sintieron en el rostro el aliento del planeta negro, que les traía a la memoria aquellos terribles y apasionantes días de enconada lucha.
Transcurrieron unos minutos de silencio, solamente turbado por los cautelosos movimientos de Eon Tal, que regulaba la pantalla de rayos infrarrojos, dotada de una mampara polarizante para evitar la dispersión de los mismos.
¿Un débil chasquido y un fuerte golpe: la tapa del depósito había caído en el interior de la cámara de rutolucita. Un conocido centelleo de lucecillas castañas: los tentáculos del monstruo negro acababan de aparecer en un extremo del depósito.
De un inesperado salto, ascendió, desplegándose como un manto de sombras por toda la cámara de rutolucita, y chocó contra el transparente techo. Millares de estrellitas castañas se expandieron igual que arroyuelos por todo el cuerpo del acalefo, que se afianzó en el fondo con sus tentáculos recogidos, mientras el manto se hinchaba en forma de cúpula, como si lo soplasen desde abajo.
Semejante a otro fantasma negro, se alzó del depósito el segundo monstruo, infundiendo involuntario pavor con sus movimientos rápidos y silenciosos. Pero allí, entre las transparentes paredes de la cámara de experimentación, aquellos engendros del planeta de las tinieblas, rodeados de aparatos dirigidos a distancia, eran inofensivos.