Ella le besó sumisa; luego, apartó levemente al astronauta y echó a andar de prisa hacia la carretera por donde pasaba la línea de electrobuses. Erg Noor la siguió con la mirada hasta que el robot-conductor paró el vehículo y el vestido rojo de Veda desapareció tras la portezuela transparente.
Veda miraba también, a través del cristal, al inmóvil Erg Noor. En su mente se repetía tenaz el estribillo de unos versos de un poeta de la Era del Mundo Desunido, a los que había puesto música recientemente, después de traducirlos, Ark Guir. Dar Veter le había dicho un día, en respuesta a un tierno reproche:
Aquello era el reto de un hombre antiguo a las fuerzas de la naturaleza que le habían arrebatado a su adorada. ¡De un hombre que no se resignaba a su pérdida ni quería ceder nada al destino!
El electrobús se acercaba ya a una rama de la Vía Espiral, y Veda Kong, aferrada a la pulida barra, seguía en pie ante la ventanilla, tarareando aquella maravillosa romanza, plena de nostálgica tristeza y esperanzadora luz.
« Ángeles… Así llamaban antaño los europeos creyentes a unos espíritus celestiales, mensajeros de la voluntad divina. La palabra « ángel », en griego antiguo, significa « mensajero ». Vocablo olvidado hace muchos siglos… » Veda despertó de sus sueños en la estación, pero volvió a ellos en el vagón de la Vía.
« Mensajeros del cielo, del Cosmos, así se podría llamar a Erg Noor, a Mven Mas, a Dar Veter… Sobre todo a Dar Veter, cuando esté en el cercano cielo de la Tierra, en las obras del sputnik… — Veda sonrió con picardía —. Pero, entonces, los espíritus del abismo somos nosotros, los historiadores — dijo en voz alta, prestando oído al timbre de su voz, y soltó una alegre carcajada —. Sí, ellos, los ángeles del cielo, y nosotros, ¡los espíritus del averno! Aunque yo dudo que esto le agrade a Dar Veter…
Los cedros enanos, de negras agujas — variedad resistente al frío obtenida para las regiones subantárticas — rumoreaban solemnes, con rítmico murmullo, al persistente embate del viento. Gélido y denso, el aire, como un rápido río, fluía lleno de ese frescor y pureza que sólo tiene en pleno océano o en las altas montañas. Pero el viento de las montañas, que roza las nieves perpetuas, es seco y un poco picante, igual que un vino espirituoso. Mientras que allí el aliento del océano envolvía el cuerpo en un abrazo suave y húmedo.
El edificio del sanatorio Alba Blanca descendía hacia el mar con los resaltos de sus paredes de cristal, que recordaban, por sus redondos contornos, los gigantescos trasatlánticos del pasado. De día, el color blanco-grosella de los entrepaños, las escalinatas y rectas columnas ofrecía un brusco contraste con las oscuras rocas de andesita, semejantes a cúpulas de un matiz castaño-liláceo, surcadas por senderos grisazulados, de sienita fundida, como revestidos de porcelana. Pero ahora, a fines de primavera, la noche polar borraba e igualaba todos los colores con una luz singular, blanquecina, que parecía surgir de las profundidades del cielo y del mar. El sol se había ocultado por una hora, al Sur, tras la meseta. Allí, una aureola espléndida se extendía por la parte meridional del cielo. Era el resplandor de los enormes heleros del continente antártico sobre un gran promontorio de la mitad oriental, donde habían sido confinados por voluntad del hombre, que había dejado solamente un cuarto de la formidable coraza de hielo. El alba blanca del ventisquero daba su nombre al sanatorio y convertía todo lo circundante en un sereno mundo de pálida luz sin sombras ni reflejos.
Cuatro personas se dirigían hacia el océano por un argentado sendero con brillo de porcelana. Los rostros de los dos hombres que iban detrás parecían tallados en granito gris; los grandes ojos de las dos mujeres eran profundos, enigmáticos.
Niza Krit, apretando la cara contra el cuello de piel de la esclavina de Veda Kong, replicaba con calor a la docta historiadora. Y ésta, sin ocultar su leve asombro, examinaba con atención a aquella muchacha tan parecida a ella exteriormente.
— Yo creo que el mejor regalo que una mujer puede hacer al amado es crearlo de nuevo y prolongar así la existencia de su héroe. ¡Pues eso es casi la inmortalidad!
— Los hombres no piensan así con respecto a nosotras — repuso Veda —. Dar Veter me ha dicho que no querría una hija demasiado parecida a la mujer amada, porque le dolería abandonar el mundo dejándola sola, sin el amparo de su cariño y ternura, ante el ignoto destino… Eso es una supervivencia de los antiguos celos y del instinto protector.