— Yo también tengo que marcharme — agregó Veda —. He de volver a mi « averno », a una cueva, descubierta recientemente, que guarda vestigios de la Era del Mundo Desunido.
— El Cisne no estará listo hasta mediados del año próximo, pero nosotros empezaremos los preparativos dentro de seis semanas — dijo en voz baja Erg Noor —.
¿Quién dirige ahora las estaciones exteriores?
— De momento, Yuni Ant, pero él no quiere abandonar definitivamente las máquinas mnemotécnicas, y el Consejo no ha aprobado aún la candidatura de Emb Ong, un ingeniero-físico de la central F del Labrador.
— No le conozco.
— Es poco conocido, porque trabaja en la Academia de los Límites del Saber, donde se ocupa de cuestiones de mecánica megaondular.
— ¿Y qué es eso?
— El estudio de los grandes ritmos del Cosmos, de las gigantescas ondas que se extienden lentamente por el espacio. En ellas se reflejan, entre otras cosas, las contradicciones de las velocidades lumínicas contrarias, que dan valores relativos superiores a la unidad absoluta. Pero todo esto no está aún bien estudiado.
— ¿Y Mven Mas?
— Escribe un libro sobre las emociones. Tampoco dispone de mucho tiempo, pues la Academia de las Grandes Cifras y de la Predicción del Futuro le ha nombrado su asesor para el vuelo de vuestro Cisne. En cuanto se reúnan los datos, tendrá que despedirse de su libro.
— ¡Lástima! El tema es importante. Ya es hora de reconocer debidamente la realidad y la fuerza del mundo de las emociones — comentó Erg Noor.
— Temo que Mven Mas no sea capaz de un análisis frío — dijo Veda.
— Eso es lo que hace falta; de lo contrario, no escribirá nada meritorio — repuso Dar Veter, y se levantó para despedirse.
Niza y Erg le tendieron la mano.
— ¡Hasta la vista! Termine pronto su trabajo, pues si no, no vamos a vernos.
— Nos veremos — prometió Dar Veter, con seguridad —. En último caso, en el desierto de El Homra, antes de emprender el vuelo.
— De acuerdo — asintieron los astronautas.
— Vamos, ángel del cielo — y Veda Kong tomó el brazo de Dar Veter, aparentando no haber advertido la arruga de su entrecejo —. ¡Seguramente estará usted ya harto de la Tierra!
Dar Veter, muy separadas las piernas, se mantenía en pie sobre la inestable base de una armadura apenas sujeta, y miraba hacia abajo, al espantoso abismo que se abría entre las desgarradas capas de nubes. Allí se columbraba la superficie del planeta, cuya ingente mole se percibía incluso a aquella distancia, igual a cinco diámetros de la Tierra, con los sinuosos contornos grises de los continentes y las manchas violentas de los mares.
Con emoción, iba reconociendo aquellos perfiles, conocidos desde la infancia por las fotografías tomadas desde los sputniks. Allí estaba la línea cóncava de la costa, a la que llegaban, en sentido transversal, las rayas oscuras de las montañas. A la derecha brillaba el mar, y bajo las plantas de Dar Veter, se divisaba un angosto valle. Aquel día había tenido suerte: las nubes se habían disipado sobre el sector del planeta donde vivía y trabajaba Veda. Por aquellos lugares, en la escarpada falda de unos elevados montes grises, acerados, se encontraba la antigua cueva, cuyas espaciosas galerías se adentraban en las profundidades de la Tierra. Veda recogía allí, entre los despojos mudos y polvorientos del pasado de la humanidad, esas partículas de verdad histórica sin las que no es posible comprender el presente ni prever el futuro.
Inclinándose desde la plataforma de estriadas planchas de bronce circónico, Dar Veter envió con el pensamiento un saludo a aquel punto, dudosamente adivinado, oculto por unos cirros de cegador brillo que se habían deslizado desde Occidente. La oscuridad de la noche se extendía allí como un muro tachonado de relucientes estrellas. Las nubes avanzaban en capas superpuestas, como inmensas balsas que flotasen unas sobre otras.
Bajo ellas, por el abismo, cada vez más negro, la Tierra rodaba hacia el muro de las tinieblas como si fuera a perderse en la nada, para siempre. El suave resplandor zodiacal nimbaba el planeta por su parte sombría, brillando en la negrura del espacio cósmico.
La parte iluminada de la Tierra estaba envuelta en un manto azul de nubes que reflejaba la potente luz del Sol gris de acero. Todo el que mirase a las nubes, sin gafas provistas de filtros oscurecedores, quedaría ciego, e igual suerte correría quien se volviese hacia el terrible astro encontrándose fuera de la protección de la atmósfera terrestre, de un espesor de mil kilómetros. Los duros rayos del Sol, de ondas cortas — ultravioletas y X — fluían en un poderoso torrente mortal para todo lo vivo, al que se agregaba la continua y copiosa lluvia de partículas cósmicas. Las estrellas que se encendían de nuevo, o las que chocaban en la infinita lejanía de la Galaxia, enviaban al espacio radiaciones mortíferas. Y sólo la segura defensa de la escafandra salvaba a los trabajadores de una muerte cierta.